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José
Saramago

Azinhaga, Portugal, 1922 - Lanzarote, España, 2010

Comentario

Las intermitencias de la muerte, de José Saramago, y otras vueltas a la inmortalidad

Alegría de los condenados

La inmortalidad, con sus variantes, ha sido una ilusión persistente entre los humanos y la novela de Saramago recuerda que alcanzarla sería una pesadilla. No tanto porque haya un apocalipsis debido a la superpoblación y termine dándosele la razón a Thomas Malthius, quien en su Ensayo sobre el principio de la población (1798) señaló que esta tendía a crecer más rápido que los medios necesarios para su subsistencia. Después de todo, en esa situación límite, aún podría confiarse en acelerar la innovación en agricultura e industria para, tal y como ha ocurrido en los dos siglos corridos desde el dibujo del abismo malthusiano, hacer posible mejores condiciones de vida para la creciente cantidad de humanos, pese a que en el caso de la mayor parte de la población mundial esas condiciones sigan distantes del bienestar deseable y alcanzable si mediara una distribución más equitativa de la riqueza global.

 

El desasosiego, la intranquilidad, la angustia, la dificultad para respirar del inmortal se debería a su vida sin sentido: es la certeza de la muerte la que confiere valor a las acciones y ambiciones humanas. Saberse mortal es tanto como saber que cada acto humano es único porque puede ser el último. La pregunta “¿Y si en realidad toda mi vida, mi vida consciente, no ha sido ‘como habría debido ser’?” atormenta a Iván Ilich, miembro del Tribunal de Apelación, en las horas finales de sus cuarenta y cinco años de vida, no por la ausencia de empeños a los que hubiera dedicado todos sus esfuerzos —“… su trabajo, su modo de vida, su familia, los intereses mundanos y profesionales…”—, sino porque ya no tendrá ocasión de vivir de otra manera si es verdad que no lo hizo como debería haberlo hecho (La muerte de Iván Ilich, 1886, de Lev Tolstói).

 

Para el inmortal, los actos no tendrían consecuencias; es decir, resultarían irrelevantes. Esto es parte de lo que comprende Fosca, el protagonista de vida imperecedera de Todos los hombres son mortales (1946), de Simone de Beauvoir, que al principio se alegra de su condición, pero conforme pasan los siglos se convence de que no morir nunca significa aislamiento, tedio, infelicidad. No ha vencido al tiempo, sino que este se ha convertido en el inderrotable enemigo de su espíritu.

Biografía

Nació en 1922, en el pueblo de Azinhaga. Las noches pasadas en la biblioteca pública del Palácio Galveias, en Lisboa, fueron fundamentales para su formación. "Y fue allí, sin ayuda ni consejo, solo guiado por la curiosidad y las ganas de aprender, donde se desarrolló y mejoró mi gusto por la lectura" // En sitio de la Fundación José Saramago.

De cómo el personaje fue maestro y el autor aprendiz

Discurso Premio Nobel de Literatura 1998.

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Las intermitencias de la muerte

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