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Asfixia de verano

  • Foto del escritor: Francisco Vallenilla
    Francisco Vallenilla
  • hace 4 días
  • 2 Min. de lectura

300 palabras sobre Solo la noche, de John Williams

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En un poema de Louise Glück (Praderas, 1997), hay un manzano y flores primaverales en el patio del vecino y azafrán entre la hierba mojada, todo visto desde la ventana en un abril de hace al menos cuatro décadas: “Qué es lo que sé de este lugar (…) Miramos el mundo una sola vez, en la niñez. Lo demás es memoria”. Que la única experiencia genuina de la vida es la de la infancia, como se interpreta del poema de Glück, es algo que Arthur Maxley, el protagonista de Solo la noche (1948), de John Williams, ha aprendido de manera dolorosa. A sus veinticuatro años, su único encuentro real con el mundo ha sido el de aquel tiempo feliz cuando las hojas se entrelazaban alegremente con la luz del sol, se tendía con su madre en la hierba, escuchaba el apacible rumor del agua entre las piedras del arroyo y, en casa, las melodías que ella tocaba al piano antes de subir a su habitación para las buenas noches. Un recuerdo agradable que, sin embargo, como si al lado de una colorida mariposa la resina también hubiese eternizado gotas de sangre, encierra con igual nitidez lo que entonces hubo de pesadilla. Desde que fue arrancado de aquel verano de su niñez, Maxley ha vivido con un nudo en la garganta que casi no le deja respirar y con la sensación de desdoblarse para ser quietud o violencia. Fracasa en el intento de hacer las paces con su padre y lo mismo con Claire, la joven a la que abraza en la oscuridad: toda la tensión acumulada en su vida —todo su amor reprimido, el espanto y el hastío…— se desborda en el salvajismo ciego que sorprende a la chica y a él le hace comprender que está perdido para siempre.

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