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Alegría de los condenados

  • Foto del escritor: Francisco Vallenilla
    Francisco Vallenilla
  • 29 nov
  • 10 Min. de lectura

Actualizado: hace 3 días

Las intermitencias de la muerte, de José Saramago, y otras vueltas a la inmortalidad

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Juan Ponce de León, conquistador de la isla de Borinquen (actual Puerto Rico), se adentró en 1513 en las tierras más al norte del Nuevo Mundo con la triple intención de hacerse rico, revestir de honor su nombre y servir a Dios. Como tantos otros españoles de su tiempo, arriesgó su vida en parajes inexplorados bajo el poderoso influjo de la trinidad oro-gloria-evangelio, solo que en él estaba agrandado el delirio de quienes, al sur, buscaron la ciudad de oro y los bosques de canela, pues este natural de Valladolid quiso además encontrar la fuente de la eterna juventud. Lo intentó dos veces, la segunda en 1521, y es probable que hubiera cabalgado todavía en una tercera ocasión sobre el potro del desvarío si una flecha envenenada no se hubiese clavado en su pierna ese año.

 

Hoy, a la fuente de la eterna juventud se la llama transhumanismo. Basada en el potencial de los logros científicos y tecnológicos, esta corriente de pensamiento postula tanto la posibilidad de prolongar la vida de forma significativa, más allá de la asombrosa longevidad de las mujeres de Okinawa (Japón) o de los hombres centenarios de Cerdeña (Italia), como el triunfo definitivo sobre el deterioro celular del cuerpo. Impregnado de la noción ilustrada de que la humanidad solo puede progresar —ir hacia adelante y hacia arriba—, el transhumanismo aborda la finitud como un problema de ingeniería y se plantea desmentir aquello de que “eres polvo y al polvo volverás” (Génesis, 3:19). No en todos los casos, por supuesto, sino únicamente en aquellos donde el retorno al polvo del suelo esté determinado por causas naturales y enfermedades asociadas a la edad.

 

La pretensión de Ponce de León fue la de lograr una inmortalidad sin rupturas, rejuveneciendo el mismo cuerpo con que vino al mundo en Santervás de Campos en 1460 y que ya bastante maltrecho estaba cuando se internó en la Florida. Igual que los transhumanistas de ahora, aunque estos también apuntan al alojamiento del yo en soportes digitales. De otro tipo fue la inmortalidad concebida por los griegos cuando todavía no se llamaban a sí mismos de esta forma, sino aqueos o argivos —era la época de la civilización micénica—, pues equipararse en ese aspecto con los dioses presuponía morir tras una vida breve colmada de proezas.  Gracias al palpitar heroico, se lograba protagonizar la epopeya y por medio de este canto celebratorio de hazañas permanecer por siempre jamás en la memoria colectiva como representación de coraje, fortaleza, belleza, juventud, ardor… Es sabido que la diosa Tetis advirtió a Aquiles, su hijo, que si permanecía en Troya tendría una existencia corta pero gloriosa; si regresaba a casa, no habría gloria, pero sí una vida larga y tranquila. Dado que los héroes aqueos no abundan, es válido pensar que esa fórmula de eternidad no sedujo a muchos. Abandonar el mundo de los vivos para transmutarse en la gloria imperecedera debida a la rememoración poética terminó pesándole al propio Aquiles, según la Odisea (canto XI):

 

—Los argivos te honramos un tiempo al igual de los dioses y aquí tienes también el imperio en los muertos: por ello no te debe, ¡oh, Aquiles!, doler la existencia —dice Ulises al encontrárselo en el inframundo, a donde ha bajado para que Tiresias lo ayude a regresar a Ítaca.

 

—No pretendas, Ulises preclaro, buscarme consuelos de la muerte, que yo más querría ser siervo en el campo de cualquier labrador sin caudal y de corta despensa que reinar sobre todos los muertos que allá fenecieron —responde el héroe.

 

La paradoja de que se desvanezca la carne en la realidad para ser inmortal también se encuentra en la escatología cristiana. Con la segunda venida de Cristo, habrá una resurrección general y se supone que todos (justos e injustos) aún podrán reconocerse a sí mismos en el traje carnal que lucieron a su paso por la tierra, mientras que quienes estén vivos para el momento de la parusía ni siquiera se formularán esa pregunta, si es que surgiera entre los resucitados y estos, al abrir de nuevo los ojos, pensaran antes que nada en mirarse a un espejo. Pero después del Juicio Final, cuando el propio Cristo haya decidido quiénes, según sus méritos y sus faltas, irán al Cielo o al Infierno, será prescindible ese vehículo corpóreo, pues el alma no lo requerirá para la estancia eterna, sea esta junto a Dios o no.

 

Para esto de la inmortalidad hay aún una tercera opción, que es la imaginada por José Saramago en Las intermitencias de la muerte (2005). No ya beber de cuanto arroyo milagroso se crea encontrar al paso, como hizo Ponce de León, ni —¿en veinte años?— ser cliente de un taller transhumanista. Tampoco llevar una vida heroica, que en el presente pasaría en primer lugar por definir qué se entiende por tal, ni de soportar dolor e injusticias durante el trance terrenal con la ilusión de que el alma será recompensada tras el Juicio Final, cuya espera por lo demás está siendo eterna de por sí. En la novela del Nobel portugués lo que ocurre es que nadie muere. No importa si se trata de alguien postrado en una cama atisbando ya la luz brillantísima que han declarado ver quienes han tenido experiencias cercanas a la muerte o del que ha quedado con los huesos rotos y los riñones desprendidos por un accidente automovilístico y en otras circunstancias no tendría mínima oportunidad de seguir contándose entre los vivos. Pero tampoco es que el enfermo terminal se levantará a hacer lo que hasta apenas unas semanas atrás hacía o que el desgraciado del choque saldrá del hospital por sus propios medios: cada uno queda suspendido en el estado en que se halla o al que ha llegado durante el insólito reposo de las tijeras de Átropos. Están agotados todos los tiques para el más allá o no se expiden allí por ignotas razones. Con más probabilidad esto último, porque fuera del país innombrado donde está pausada la alteridad radical, la gente continúa muriendo.

 

Pronto resulta evidente que no morir es un mal disfrazado de bien. El obispo, que visita al primer ministro en las primeras horas del asombro, se da perfecta cuenta de que supone el fin de su institución, pues sin muerte no hay resurrección y sin esta no hay Iglesia, aunque ya se le cruza por la cabeza que se proclame desde el Vaticano la tesis de la muerte pospuesta. Los del negocio funerario, privados de su materia prima, lo mismo que las compañías aseguradoras, con sus inútiles pólizas de vida en las manos, y los hospitales y ancianatos, donde nadie sana ni muere para hacer lugar a los nuevos pacientes y viejos, son los siguientes en alarmarse, seguidos por un economista que advierte el seguro colapso del sistema de pensiones. El gobierno, entretanto, ha emitido un comunicado exhortando a la tranquilidad, pues no se puede excluir que se trate “de una casualidad fortuita, de una alteración cósmica meramente accidental y sin continuidad, de una conjunción excepcional de coincidencias intrusas en la ecuación espacio-tiempo”, y nombrado una comisión formada por representantes de todas las religiones y algunos filósofos para reflexionar sobre un futuro sin finados.

 

En medio de la natural y general confusión, el viejo y enfermo patriarca de una familia de campesinos, que comparte con un nieto recién nacido su estado de existencia ambigua, la de “un vivo que está muerto, un muerto que parece vivo”, es quien repara en una manera de poner al mundo, donde siempre ha habido un lugar y una hora para morir, de nuevo en marcha: basta con cruzar la frontera hacia cualquiera de los tres países limítrofes. Funciona, pero no cesan los problemas, porque el gobierno se ve obligado a negociar con la mafia, que ha identificado una mina de oro en los traslados transfronterizos, y las naciones vecinas están dispuestas a llegar a la guerra con tal de evitar esa importación indeseada de difuntos. Así, en el país de la muerte parada reina la agitación y el poder divaga, la autoridad se diluye y el respeto cívico se agrieta. “Señor, si no volvemos a morir, no tenemos futuro”, le hace ver el primer ministro al rey. Solo unos ingenuos exaltados han fundado un movimiento que proclama la realización del sueño más codiciado de la humanidad: vivir una vida feliz y eterna en la tierra.

 

La inmortalidad, con sus variantes, ha sido una ilusión persistente entre los humanos y la novela de Saramago recuerda que alcanzarla sería una pesadilla. No tanto porque haya un apocalipsis debido a la superpoblación y termine dándosele la razón a Thomas Malthius, quien en su Ensayo sobre el principio de la población (1798) señaló que esta tendía a crecer más rápido que los medios necesarios para su subsistencia. Después de todo, en esa situación límite, aún podría confiarse en acelerar la innovación en agricultura e industria para, tal y como ha ocurrido en los dos siglos corridos desde el dibujo del abismo malthusiano, hacer posible mejores condiciones de vida para la creciente cantidad de humanos, pese a que en el caso de la mayor parte de la población mundial esas condiciones sigan distantes del bienestar deseable y alcanzable si mediara una distribución más equitativa de la riqueza global.

 

El desasosiego, la intranquilidad, la angustia, la dificultad para respirar del inmortal se debería a su vida sin sentido: es la certeza de la muerte la que confiere valor a las acciones y ambiciones humanas. Saberse mortal es tanto como saber que cada acto humano es único porque puede ser el último. La pregunta “¿Y si en realidad toda mi vida, mi vida consciente, no ha sido ‘como habría debido ser’?” atormenta a Iván Ilich, miembro del Tribunal de Apelación, en las horas finales de sus cuarenta y cinco años de vida, no por la ausencia de empeños a los que hubiera dedicado todos sus esfuerzos —“… su trabajo, su modo de vida, su familia, los intereses mundanos y profesionales…”—, sino porque ya no tendrá ocasión de vivir de otra manera si es verdad que no lo hizo como debería haberlo hecho (La muerte de Iván Ilich, 1886, de Lev Tolstói).

 

Para el inmortal, los actos no tendrían consecuencias; es decir, resultarían irrelevantes. Esto es parte de lo que comprende Fosca, el protagonista de vida imperecedera de Todos los hombres son mortales (1946), de Simone de Beauvoir, que al principio se alegra de su condición, pero conforme pasan los siglos se convence de que no morir nunca significa aislamiento, tedio, infelicidad. No ha vencido al tiempo, sino que este se ha convertido en el inderrotable enemigo de su espíritu.

 

“Ser inmortal es baladí; menos el hombre, todas las criaturas lo son, pues ignoran la muerte; lo divino, lo terrible, lo incomprensible, es saberse inmortal”, razona por su parte el tribuno Marco Flaminio Rufo, quien en el cuento de Borges (“El inmortal”, 1949) busca la Ciudad de los Inmortales, pese a que en Roma ha conversado con “filósofos que sintieron que dilatar la vida de los hombres era dilatar su agonía y multiplicar el número de muertes”.

 

En la década siguiente, el exinspector Henry Mortimer (Memento mori, 1959, de Muriel Spark) les dice a los adultos mayores reunidos en el comedor de su casa, un grupo tembloroso que le ha contratado para que averigüe quién —o quiénes, en sus versiones no coinciden en la atribución de la edad de la voz masculina— los llama por teléfono para decirles la frase “recuerda que debes morir”: “Si pudiese volver a vivir mi vida, me crearía el hábito de prepararme mentalmente todas las noches ante la idea de la muerte. Por así decirlo, practicaría la rememoración de la muerte. Es la práctica que más intensidad le da a la vida. La proximidad de la muerte no debería tomarnos por sorpresa. Debería ser parte de la expectativa total de la vida. Sin un sentido constante de la presencia de la muerte, la vida es desabrida. Sería lo mismo que vivir alimentándose con clara de huevo”.

 

Una de las presentes se muestra maravillada por las reflexiones de Mortimer y encuentra en ellas un profundo sentido religioso al exhortarlos a resignarse ante la muerte. El exinspector objeta que su punto de vista sea en rigor religioso, aunque no puede extenderse mucho más en su opinión porque el encuentro es dominado por la obsesiva pregunta de quién pretende infundirles miedo. De habérselo permitido, imagino a Mortimer citándoles el ser-para-la-muerte heideggeriano o trayendo a colación a Camus para recordarles que la mayoría de los humanos se aferran cómodamente a su vida diaria, pero cuando se ven en las cercanías de la muerte despiertan de esa tranquilidad ilusoria… De hecho, es lo que sucede con los allí atemorizados, quienes se conocen casi todos entre sí desde hace varias décadas y han vivido de la misma forma irreflexiva frente a la realidad incontestable de la muerte, de la que saben, como cualquiera, pero que no conciben como posibilidad para el caso particular de un amigo o familiar y menos en el suyo propio.

 

Más tarde, cuando todos se han retirado, la esposa del exinspector, Emmeline, le inquiere sobre si les ha dicho lo que piensa acerca de la autoría de las llamadas.

 

—No… Claro que no, querida. Pero los consentí dándoles unos breves sermones filosóficos. Sirvió para pasar el tiempo.

 

—Cómo desearía que les hubieras dicho directamente: “La Muerte es la culpable” —dice Emmeline—. Y me habría gustado ver sus caras.

 

Habrían sido una combinación de temor e incredulidad, igual a las de los millones que escuchan al locutor de la televisora nacional en la novela de Saramago: a partir de la medianoche y tras una pausa de siete meses, la gente comenzará a morir como antes, pues es decisión irrevocable del firmante de la carta hecha llegar al gobierno devolver el miedo primordial al corazón de los hombres.

 

 Post scriptum:

 

Monterroso por siempre

 

Augusto Monterroso, escritor guatemalteco por nacimiento y mexicano por decisión, nació en 1921 y murió en 2003. No está muerto realmente ni lo estará mientras en el mundo haya un lector de sus cuentos y ensayos. Ni lo estuvo antes, cuando ya era raramente inmortal:

 

“Me llega la Revista de la Universidad de México, septiembre de 1983, No. 29. Trae cinco fábulas de mi libro La oveja negra traducidas al latín por Tarsicio Herrera Zapién, con su correspondiente texto en español al lado. Herrera Zapién, investigador del Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM, ha traducido al español en verso, entre otros, a Horacio (Epístolas, Arte poética, ambas en la Biblioteca Scriptorum Graecorum et Romanorum del Centro de Traductores de Lenguas Clásicas de la Universidad), y al latín, igualmente en verso, a Sor Juana Inés de la Cruz, a Neruda, a López Velarde. Ahí mismo declara su proyecto de traducir al latín todo mi libro. Quienes conocen esta lengua me dicen que las fábulas hasta ahora publicadas ‘suenan’ muy bien en latín, y un amigo que se cree ingenioso me manifiesta su envidia por esta paradoja o inmortalidad al revés que significa pasar a una lengua muerta. Añade que, considerando el estado actual de los estudios clásicos entre nosotros, quizá sería conveniente, para ayudar a los lectores de mi libro en latín, añadirle unas cuantas notas en griego” (La letra e, Augusto Monterroso, 1987).

 

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