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Ser destino

  • Foto del escritor: Francisco Vallenilla
    Francisco Vallenilla
  • 29 abr
  • 2 Min. de lectura

Actualizado: 17 oct

300 palabras sobre El asiento del conductor, de Muriel Spark



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Lo esencial en el arte no es el qué, sino el cómo: en el arte la forma adquiere la categoría de contenido, advierte el protagonista de Sigfrido, del neerlandés Harry Mulish. De manera que cuando el escritor inglés David Lodge dijo que El asiento del conductor (1970), de su par escocesa Muriel Spark, era un “extraordinario tour de force, la historia de un crimen visto al revés”, no hizo un espóiler que desanimara a quienes aún no leían el relato: faltaba saber cómo —y presumiblemente por qué— el personaje acababa en el centro de un asesinato. Lise vivía sola en un estudio que, de tan inmaculado, parecía deshabitado. Delgada, de un metro setenta, cabellos de un castaño apagado, aparentaba entre veintinueve y treinta y seis años, tenía ojos muy separados y una boca fina como una raya, dominaba cuatro idiomas y trabajaba desde los dieciocho años en una empresa de contabilidad. Lo había hecho sin faltar ni un día, salvo por los meses de la enfermedad, y las de ahora eran sus primeras vacaciones en tres años. Iba a Italia y para la ocasión compró un vestido de cuerpo amarillo limón con falda estampada con uves naranja, malva y azul, que combinó con un abrigo de rayas blancas y rojas. Una vez en el sur, en la habitación del hotel, sacó un plano donde estaban señalados los edificios históricos, los museos y los monumentos: con un bolígrafo hizo una crucecita en el dibujo denominado “El Pabellón”, en el principal parque de la ciudad. “Lo que me atormenta (…) es no saber con exactitud dónde y cuándo aparecerá”, dijo Lise a la señora Fiedke, una viejita con quien compartió unas horas de paseo de compras y que, al igual que ella, estaba a la espera de alguien en su destino meridional.

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