Todo tan lejos
- Francisco Vallenilla

- 7 jul
- 12 Min. de lectura
Actualizado: hace 2 días
La última colonia, de Philippe Sands

En octubre de 2024, la BBC informó que el Reino Unido cederá la soberanía del archipiélago de Chagos a la República de Mauricio. Los mauricianos son alrededor de 1,2 millones de habitantes en poco más de dos mil kilómetros cuadrados de islas e islotes, semejantes a pecas en el rostro del océano Índico. Lo más cercano para ellos es la isla Reunión (departamento de ultramar francés), a ciento setenta y cinco kilómetros, o las Seychelles y Madagascar, a las que se llega por avión en unas dos horas y media. Si lo que quieren, en cambio, es pisar suelo continental, deben recorrer alrededor de cinco mil kilómetros hasta la India o unos tres mil hasta Sudáfrica. En la pantalla del computador es necesario ampliar el mapa para que se distingan las manchitas territoriales de Mauricio, pero es una invisibilidad cartográfica que no hace justicia a su atractivo como destino turístico ni a su relevancia como paraíso fiscal. Mucho menos a su ubicación estratégica para albergar una base militar estadounidense, causa de que los británicos no respetaran la integridad territorial mauriciana cuando otorgaron la independencia en 1968: está localizada en la isla Diego García y allí permanecerá por los menos durante los próximos noventa y nueve años, según los términos negociados por Londres y Port Louis.
A finales de la década de los sesenta, el archipiélago de Chagos pasó a constituir el Territorio Británico del Océano Índico y con su creación Londres no solo ignoró la Resolución 1514 (1960) de la Organización de las Naciones Unidas sobre la indivisibilidad del territorio de un país colonizado, sino que cometió un crimen contra la humanidad, pues desde la primera Asamblea General de la ONU, en diciembre de 1946, ya se tipificaba como tal la deportación. En 1968, Mauricio se convirtió en el 125° miembro de la ONU, pero sin Chagos, que a su vez se quedó sin habitantes por orden de los británicos. De sus residentes ancestrales, únicamente permanecieron las gaviotas para presenciar la construcción de la base estadounidense y, tiempo después, el despegue de bombarderos con destino a Irak (2003) y las escalas de los vuelos con prisioneros de la CIA.
Los chagosianos llevaban varias generaciones en esas islas, pero los británicos afirmaron que se trataba de trabajadores contratados y no de habitantes permanentes. Era el argumento de la terra niullus, puesto al día para el caso, que tres siglos y medio antes había servido para racionalizar el proceder en América del Norte. A comienzos de la colonización de lo que serían los Estados Unidos, en un panfleto de la Compañía de Virginia (fundada en 1606 y expresión típica del expansionismo inglés: la corona establecía las reglas mediante licencias reales y los particulares ponían el capital y asumían los riesgos), el capellán de la empresa, Robert Gray, se preguntaba “¿Con qué derecho o licencia podemos entrar en el país de estos salvajes, apropiarnos de su herencia legítima, e instalarnos en su lugar, no habiendo sido provocados ni perjudicados por ellos?”. Después de todo, donde se estableció Jamestown (Virginia), primera colonia británica exitosa en esas latitudes, ya vivían miles de indios algonquinos y era el centro del territorio de Powhatan. Los nativos les estaban pidiendo ayuda a los colonos, fue la respuesta que se le ocurrió a Richard Hakluyt, el erudito isabelino que defendía la creación de un imperio inglés y protestante para enfrentar al español y católico, de acuerdo con el historiador escocés Niall Ferguson (El imperio británico. Cómo Gran Bretaña forjó el orden mundial, 2003). “Vengan en nuestra ayuda”, ponía el sello de la Compañía de la Bahía de Massachussetts, ilustrado con un indígena que portaba una bandera, agrega Ferguson. Quien respondió sin tapujos a Gray fue el gobernador de Virginia, sir Francis Wyatt: “Nuestra primera obra será expulsar a los salvajes para hacernos con todo el país para aumentar el ganado, cerdos, etcétera, que nos servirán mucho más, pues es infinitamente mejor no tener paganos entre nosotros”. Aunque sincero, no se trataba de un propósito que pudiera aparecer en ningún folleto publicitario de la empresa colonizadora y mucho menos asumirse en público como política de la corona inglesa, de modo que los colonos encontraron una fórmula que salvaba las apariencias: la idea de la tierra de nadie. John Winthrop, de la Compañía de la Bahía de Massachussetts, citado como los otros por el escocés, lo expresó así: “… los nativos de Nueva Inglaterra no cercan la tierra ni tienen ningún asiento fijo ni ganado doméstico que mejore la tierra y por tanto no tienen derecho natural a esos países, de modo que si les dejamos lo suficiente para su uso, podemos legalmente tomar el resto, habiendo más que suficiente para ellos como para nosotros”.
En Colonialismo. Historia, formas, efectos (2019), sus autores, Jürgen Osterhammel y Jan C. Jansen, recuerdan que el colonizador europeo no tenía el monopolio de la iniciativa, pese a que gozaba de dominio político y superioridad económica, mayor poder de fuego y predominio cultural. “En realidad, la situación colonial dibuja una lucha continua de todos los participantes sobre las posibilidades de acción. Entre los colonizados era siempre un combate sobre la dignidad humana”. El que libraron los chagosianos y los gobernantes de Mauricio por su dignidad y soberanía duró varias décadas en las cortes londinenses e instancias de la ONU, hasta que, el 22 de mayo de 2019, la Asamblea General de las Naciones Unidas aprobó la Resolución 73/295, exigiendo que “el Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte retire su administración colonial del archipiélago de Chagos de manera incondicional en un plazo no superior a seis meses desde la aprobación de la presente resolución, a fin de que Mauricio pueda completar la descolonización de su territorio con la mayor rapidez posible”.
La última colonia (2022), de Philippe Sands, es la crónica de esa lid. Sands, escritor, abogado y profesor de Derecho Internacional en el University College de Londres, fue parte del equipo demandante de Mauricio. El juicio al exdictador Augusto Pinochet, los crímenes de guerra en los Balcanes, el genocidio de Ruanda y las torturas en Guantánamo, son otros de los casos en los que ha participado.
“El 27 de abril de 1973, ese fue el día en que todos nos fuimos. Yo, mi marido, mi padre, mis hermanos y hermanas… Entonces yo tenía casi veinte años. Estaba embarazada (…) Nos dijeron que lo dejáramos todo. No nos permitieron llevarnos a los perros”
A los habitantes del archipiélago de Chagos los deportaron en tres fases entre 1967 y 1973. Liseby Elysé nació en 1953 en la isla Peros Banhos, así que contaba con 20 años cuando la obligaron a hacer una maleta el 27 de abril de 1973. “La isla se cierra”, fue el anuncio que escucharon ella y todos los demás, ignorantes de que, en paralelo con las negociaciones por la independencia, los británicos estaban acordando el asentamiento militar de Estados Unidos en Diego García. Mauricio había contra propuesto que, en lugar de la escisión de Chagos, el gobierno de la nueva república se comprometía a aceptar el arrendamiento para la base estadounidense, pero el Reino Unido siguió otra estrategia. “El objetivo es atemorizarlo dándole esperanzas: darle esperanzas de que podría obtener la independencia; atemorizarlo con que podría no conseguirla a menos que se muestre razonable acerca de la separación del archipiélago de Chagos”, según las recomendaciones de los asesores del primer ministro británico, Harold Wilson, para su reunión con Seewoosagur Raamgoolam, negociador de los mauricianos, en septiembre de 1965. El enero anterior, Washington había comunicado a Londres su deseo: “Una separación plena ahora podría garantizar con mayor eficacia que la atención política mauriciana, incluida cualquier presión en favor de la recuperación, se desvíe de Diego García a largo plazo”. Los británicos ya los habían desairado con su negativa a involucrarse en Vietnam, así que esta vez cedieron y consideraron, además, que mejor era desalojar a todos los pobladores del archipiélago, no solo a los de Diego García, que fue lo que les pidió su aliado junto con la partición territorial.
“El 27 de abril de 1973, ese fue el día en que todos nos fuimos. Yo, mi marido, mi padre, mis hermanos y hermanas… Entonces yo tenía casi veinte años. Estaba embarazada (…) Nos dijeron que lo dejáramos todo. No nos permitieron llevarnos a los perros. A cada uno de nosotros nos dejaron llevar un baúl, que llenamos con nuestros objetos más importantes. No teníamos maletas; solo malles, baúles, de madera. Nos dejaron llevar puede que unos veinticinco o treinta kilos cada uno. Todavía conservo mi baúl”, relató Elysé.
Navegaron cuatro días hasta Mauricio, donde no los recibió nadie del Gobierno mauriciano ni de la Iglesia. Después, a ella y a su esposo las autoridades mauricianas les ofrecieron un sencillo alojamiento, un lugar mal ventilado lleno de escombros y basura, a más de mil millas náuticas de su isla natal, donde había una tienda y cobertizos para barcos, un establo y un herrero, una cárcel y una iglesia, corrales con vacas y tortugas marinas, una planta eléctrica y un embarcadero. “Todo el mundo tenía un trabajo, su familia y su cultura. Pero lo único que comíamos eran alimentos frescos. Los barcos que venían de Mauricio traían todos nuestros productos. Obteníamos nuestros víveres. Obteníamos todo lo que necesitábamos. No nos faltaba de nada. En Chagos, todo el mundo vivía feliz. (Pero) un día, el administrador nos dijo que teníamos que abandonar nuestra isla, dejar nuestras casas e irnos”. Elysé y su marido limpiaron el lugar y allí, donde vivirían durante los siguientes catorce años, nació su primer hijo después de perder al concebido en Peros Banhos.
Elysé resumió la injusticia cometida contra los chagosianos en una intervención de tres minutos y cuarenta y siete segundos ante la Corte Internacional de Justicia de La Haya, casi medio siglo después de abandonar por la fuerza Peros Banhos. Fue en septiembre de 2018 cuando esta instancia de la ONU se abocó a responder dos preguntas consultivas aprobadas por la Asamblea General del organismo (2017) a pedido de Mauricio —y con la oposición del Reino Unido—: si se había completado con apego al Derecho Internacional la independencia de Mauricio y cuáles eran las consecuencias de que el Reino Unido continuara administrando Chagos. En febrero de 2019, la Corte dictaminó que se violaron disposiciones legales internacionales durante el proceso independentista y que el reasentamiento de los chagosianos era un tema de protección de derechos humanos que la Asamblea General debería abordar como parte de la conclusión de la descolonización de Mauricio. “El Reino Unido tiene la obligación de poner fin a su administración del archipiélago de Chagos con la mayor rapidez posible”, opinaron trece de los catorce jueces: el voto opositor fue del magistrado estadounidense.
Los británicos, que habían ignorado varias resoluciones de la ONU anteriores y posteriores a la independencia de Mauricio, hicieron otro tanto esta vez. Después de lamentar que se hubiera llegado a la Corte Internacional de Justicia (incompetente para juzgar, según Londres, una disputa de soberanía bilateral), la entonces primera ministra, Theresa May, lo dijo sin ambages: “Se cederá la soberanía cuando el Territorio Británico del Océano Índico ya no se necesite para fines de defensa”. Luego de la Resolución 73/295, el Reino Unido también se tomaría su tiempo: las negociaciones con Mauricio sobre el archipiélago de Chagos comenzarían en noviembre de 2022.
“No aceptaré ninguna propuesta que implique sentar al Imperio británico en el banquillo y que todo el mundo lo examine para ver si está a su altura”
“¿Por qué hemos tardado tanto en venir a La Haya?”, le preguntó Elysé a Sands luego de su intervención ante la Corte.
Para su respuesta, Sands comienza por recordar a los lectores que en el tercer párrafo de la Carta del Atlántico, firmada por el presidente estadounidense, Franklin D. Roosevelt, y el primer ministro británico, Winston Churchill, en agosto de 1941, ambos países expresaron que “Respetan el derecho que tienen todos los pueblos de escoger la forma de gobierno bajo la cual quieren vivir, y desean que sean restablecidos los derechos soberanos y el libre ejercicio del gobierno a aquellos a quienes les han sido arrebatados por la fuerza”. De regreso en Inglaterra, ante la Cámara de los Comunes, Churchill, que se había mostrado en desacuerdo con Roosevelt en el tema de la libre autodeterminación de los pueblos, indicó que esas líneas se referían al dominio nazi, no a las colonias británicas. Años más tarde, en 1945, cuando se reunió con Roosevelt y el gobernante de la Unión Soviética, Iósif Stalin, para delinear el mundo de posguerra, le dijo a este último: “No aceptaré ninguna propuesta que implique sentar al Imperio británico en el banquillo y que todo el mundo lo examine para ver si está a su altura (…) Jamás, jamás, jamás… Cualquier trocito de territorio en el que ondee la bandera británica goza de inmunidad”.
La Carta del Atlántico fue un antecedente clave de todo el andamiaje del Derecho Internacional referido a la descolonización que siguió al final de la Segunda Guerra Mundial y que los británicos se saltaron una y otra vez con Chagos. Como en el siglo XVII con la idea de la tierra de nadie, mintieron (no hay habitantes permanentes en esas islas), y como en el siglo XIX, cuando la misma flota que combatía el tráfico de esclavos era la encargada de expandir el comercio del opio en Asia, se contradijeron (la libre autodeterminación de los pueblos les servía para refutar el reclamo argentino sobre las Malvinas, pero no lo aplicaban a Chagos) por años para aferrarse a su última posesión colonial en África. La habían obtenido por los Tratados de París (1814), que pusieron fin a las guerras napoleónicas y por los cuales Francia cedió a Gran Bretaña las islas de Tobago y Santa Lucía en el Caribe, así como la Íle de France en el Índico.
En la actualidad, el imperio británico, que hacia 1909 abarcaba casi una cuarta parte de la superficie terrestre (tres veces el tamaño del imperio francés y diez veces el alemán) y gobernaba sobre cuatrocientos millones de personas, ampliándose todavía más con los mandatos de la Sociedad de Naciones tras la Gran Guerra, está reducido a unos pocos territorios no autónomos (como se les denominó en la Carta de las Naciones Unidas a las colonias: “territorios cuyos pueblos no hayan alcanzado todavía la plenitud del gobierno propio”): ocho en el Caribe, uno en Europa (Gibraltar) y uno en el Pacífico: catorce mil kilómetros cuadrados y un cuarto de millón de personas. Su construcción tardó casi trescientos años, desde sus comienzos con los ataques piratas a los galeones españoles en el XVII hasta la ocupación de Egipto en 1882, que animó la repartición de África entre las potencias europeas, según la periodización de Ferguson.
Para 1968 ya no quedaba nada de esa grandeza, pero persistía la actitud que describió el tercer marqués de Salisbury, tres veces primer ministro y varias más como secretario de diversas carteras ministeriales, quien en 1878 dijo a sus colegas del gabinete: “Si nuestros antepasados se hubieran preocupado por los derechos de otros pueblos (…) el imperio británico no habría existido”. He allí, Elysé, la respuesta para la tardanza en llegar a La Haya y al anuncio de octubre de 2024.
Post scriptum:
La carga del hombre blanco
Entre 1500 y 1920, la mayor parte de los espacios habitados del mundo estuvieron en algún momento bajo un tipo de dominio de los reinos europeos. Españoles, portugueses, franceses, ingleses, alemanes y holandeses gobernaron en toda América y toda África, casi por completo en Oceanía y en una buena parte de Asia.
“El colonialismo es una relación de dominio entre colectivos, en la que las decisiones fundamentales sobre la forma de vida de los colonizados son tomadas y hechas cumplir por una minoría cultural diferente y poco dispuesta a la conciliación de amos coloniales que dan prioridad a sus intereses externos. Esto se vincula usualmente en los tiempos modernos con doctrinas justificativas ideológicas del tipo misionero, que se basan en la convicción de los amos coloniales de su propia superioridad cultural”, según la definición de Jürgen Osterhammel y Jan C. Jansen en Colonialismo. Historia, formas, efectos (2019).
Entre los europeos existía el convencimiento de que cumplían un plan divino, a ejecutar por el hombre blanco (racional, civilizado) entre los paganos (supersticiosos, salvajes). “Soñaban (dice Ferguson en referencia al espíritu imperial británico del siglo XIX, en los tiempos de la reina Victoria) no solo con dominar el mundo, sino con redimirlo. Ya no les bastaba con explotar a otras razas; ahora tenían el objetivo de hacerlas mejorar. Así, los pueblos nativos dejarían de ser explotados, pero sus culturas (supersticiosas, atrasadas, paganas) tendrían que desaparecer”. Qué mejor lugar para comenzar que África, continente oscuro tanto por la piel de sus habitantes como por la lobreguez de sus costumbres y creencias. Los británicos, que llegaron a Sierra Leona en 1562 y se habían convertido en tratantes de esclavos para luego, hacia finales del siglo XVIII, oponerse a la esclavitud, se proponían rescatar a sus habitantes. El imperio, que se había apuntalado con el saqueo y el comercio, con la guerra y la colonización, ahora se embarcaba en la misión de mejorar a los súbditos de ultramar.
Sin embargo, no les fue mejor a los colonizados (en el imperio británico ni en ningún otro) porque se declarara la intención de cambiar la pólvora por la palabra de Dios, pues tanto si les disparaba o los obligaba a vestir como europeo para asistir a la casa del Señor, el colonizador partía del desconocimiento de la otredad. La asumida superioridad europea tuvo una base racista y cuando esta fue descalificada por la ciencia, se habló entonces del “carácter” del colonizado, que era perezoso, cruel, pícaro, inmoral, impulsivo…
En la Carta de la Sociedad de Naciones, en su artículo 22, se tomó nota de eso: “A las colonias y territorios que, como consecuencia de la última guerra, han dejado de estar bajo la soberanía de los Estados que antes los gobernaban y que están habitados por pueblos que todavía no pueden valerse por sí mismos en las duras condiciones del mundo moderno, debe aplicarse el principio de que el bienestar y el desarrollo de tales pueblos constituyen un deber sagrado de la civilización (…) El mejor método para llevar a la práctica este principio consiste en confiar la tutela de tales pueblos a naciones avanzadas que, por sus recursos, su experiencia o su situación geográfica, puedan asumir mejor esta responsabilidad…”.
Era la “carga del hombre blanco”, como se le llamó en el siglo XIX al desafío ético y noble de los pueblos civilizados de poner orden donde había caos, hacer prevalecer el pensamiento racional donde privaba la superstición y elevar la cultura por encima del salvajismo, que tenía que continuar acarreándose en el siglo XX y aun en la actualidad, pese a que ya no haya imperios coloniales en el sentido moderno. El hombre civilizado solo debe cuidarse de emplear términos políticamente correctos, como democracia, libertad, interés nacional, seguridad global…






