Vidas en suspenso
- Francisco Vallenilla

- 11 ago
- 9 Min. de lectura
Actualizado: 11 oct
Zama, El silenciero y Los suicidas, de Antonio Di Benedetto

Que recuerde mientras escribo, en mi país de las esperas literarias tienen destacada carta de ciudadanía un hombre acusado de un delito que le es tan desconocido como la inextricable instancia judicial ante la que debe rendir cuenta; otro hombre, no menos desconcertado, que se ve imposibilitado de cumplir con la tarea para la que, en primer lugar, fue llamado. También, un veterano de guerra a quien nunca se le retribuye por los servicios prestados y un oficial que alista con crueldad la defensa ante una ilusoria invasión en la frontera de un imperio sin nombre. La lista la completan el refugiado en una pensión, que apenas abandona al oscurecer para ir al cinematógrafo, y otro cuyo amor por una mujer sobrevive a la distancia de medio siglo.
Este censo ínfimo —Kafka, García Márquez, Coetzee, Borges—, sostenido por los pies de barro de la memoria y filtrado por la distinción de la periodista alemana Andrea Köhler —El tiempo regalado, 2018: “No es lo mismo esperar que tener esperanza. La esperanza está del lado del futuro; la espera está atrapada en el instante”—, ahora suma renglones con la lectura de Zama, El silenciero y Los suicidas, de Antonio Di Benedetto. Publicadas en 1956, 1964 y 1966, desconozco si fue esa la intención de su autor o la trilogía que componen es involuntaria, como la de París, El lugar y La ciudad, de Mario Levrero, pero agrupadas como “las novelas de la espera” es que las encuentro. “Las tres principales novelas de Antonio Di Benedetto (…) en razón de la unidad estilística y temática que las rige, forman una especie de trilogía y, digámoslo desde ya para que quede claro de una vez por todas, constituyen uno de los momentos culminantes de la narrativa en lengua castellana de nuestro siglo”, según la autorizada y entusiasta valoración de Juan José Saer en el prólogo de la edición con la que descubro a este escritor argentino.
En el año de 1790, Diego de Zama es asesor legal del gobernador en una ciudad relegada del imperio español. Lleva catorce meses en un cargo que se suponía interino y está indignado por un confinamiento que sufre “sin ventajas ni escapatoria y enmascarado de brillo por la jerarquía de mis funciones”. Zama había sido el corregidor artífice de una pacificación incruenta de indígenas rebeldes y pese a que él no se considera aguerrido —cualquier espíritu justiciero habría seducido con facilidad la voluntad de gente estragada por meses de represión violenta, se dice a sí mismo—, sí piensa que a ese logro y a su formación como hombre de leyes debe corresponder una posición más digna en Buenos Aires o Santiago de Chile. Su trayectoria en la burocracia imperial la imagina en tres hitos: primero Buenos Aires, donde están su esposa, Marta, sus hijos y su madre, luego Perú y al fin España.
Hasta ahora, ni los honores rendidos en su momento ni el respeto de los vencidos han pesado lo suficiente en el platillo de la balanza real para sacarlo del pozo de olvido donde se encuentra, sufriendo, entre otras disminuciones, la económica: apenas ocho pagos en quince meses y las noticias de Marta: ha tenido que vender sus alhajas para mantener a los suyos. Tampoco las gestiones de su cuñado ante el virrey, como no valdrán en el futuro las del hermano de Luciana en Madrid —una mujer que, a su vez, lo condena a la espera de un amor platónico— ni las del gobernador, quien apoya su ambición de un cargo con más lustre y efectivas entradas. Así, a Zama no le queda más que aguardar por un nombramiento que semeja una balsa perdida en un mar de “promesas inciertas pero de signos positivos” y, como el coronel de García Márquez, que baja todos los viernes al puerto para comprobar si ha llegado la pensión militar correspondiente a sus servicios, estremecerse con cada barco que atraca en ese lugar remoto.
Con todo, el tiempo dilapidado de la espera es susceptible de ser llenado con algún sucedáneo y lo que representa el cuidado del gallo de pelea para el coronel, lo son las mujeres para Zama: “Por lo menos, debo conservar el derecho de enamorarme”. Primero se fija en Rita, la menor de las hijas de Don Domingo, el dueño de la casa donde se hospeda. Pero Rita está enamorada de Bermúdez, otro funcionario, y cuando este pone fin a la relación de la peor manera posible, lo que ella espera de Zama, un criollo, es que arriesgue su vida, “que vale menos”, por el buen nombre de una mujer. Con Luciana, esposa de un colega del ministro de la Real Hacienda, no le va mejor. La ha visto desnuda en el río y se propone conquistarla, pero la dama desdeña a los hombres que solo la estiman como objeto de lujuria; aun así, parece que va a ceder a sus lances, pero su consorte decide entonces que ya es hora de disfrutar en la Península de las riquezas obtenidas en el Nuevo Mundo. La promesa de que su hermano, en Madrid, abogará por él, es lo que obtiene de la pudorosa mujer. Zama pasea por la ciudad con porte de discreta galantería, atento a la menor señal favorable para el amor ilícito, siempre que provenga de respetables damas, no de mulatas, negras o putas, estas últimas descartadas por temor al mal gálico. Es un juego de peligro y satisfacciones que solo le conducirá al lecho de Emilia, una pobre viuda española con la que tendrá un hijo.
El personaje de Di Benedetto reflexiona sobre este continuo deslizarse y piensa que hay algo en su interior que anula las perspectivas externas. Lo ve todo posible, realizable, y sin embargo siente como si es él mismo quien engendra el fracaso. Son pensamientos contradictorios porque, al mismo tiempo, se exculpa por fracasar, como si la culpa fuera heredada. Concluye que no le importa demasiado: dispone de un fondo de resignación previa porque percibe que, en esencia, “todo es factible, pero agotable”. Tampoco lo inquieta la fugacidad, convencido de que es posible sacar partido de lo transitorio. Sin embargo, no puede evitar la frustración y el resentimiento debidos a una causa ignota, a “una poderosa negación, imperceptible, aunque superior a cualquier rebeldía, a cualquier aplicación de mis fuerzas”. Zama solo encuentra reposo en el sueño de la mujer joven, solitaria y sonriente, que desembarca para buscarlo a él. Lo interpreta como un vaticinio agradable, cuya repetición en pocos días avala su crédito de realidad.
Para quien aguardar es destino, se desdibuja el límite entre realidad y sueño. ¿No es acaso en ese plano poroso donde Joseph K. en El proceso, y K. en El castillo, cumplen sus antesalas sin fin? Los personajes de Kafka se enfrentan a la lógica absurda de los sueños, con unas reglas y jerarquías incomprensibles que impiden al primero saber de qué se le acusa y al segundo acceder al castillo para emplearse como agrimensor. Los espacios, las distancias y el tiempo se les presentan distorsionados, como ocurre con las coordenadas oníricas, mientras que Joseph K. ni K. pueden hacer nada para variar su situación, en una impotencia propia, no ya del sueño sedante, sino de la pesadilla. Es la espera, de la que Köhler advierte que “es algo imaginario y concreto a la vez: una visión de algo potencialmente real que se oculta”, dominando con un efecto narcótico a quien está sometido a un incumplimiento indefinido de sus expectativas.
En el caso de Zama, la frontera entre su vigilia irritable y las visiones oníricas parece borrarse por completo cuando se ve precisado a mudarse. Le recomiendan la casa de un enigmático hombre, que le ofrece una habitación con entrada independiente en una parte abandonada de su domicilio y que vive con una mujer blanca, de la que Zama trata de descifrar si es hija o esposa de su huésped y a quien ve o vislumbra en esos afantasmados espacios. Asimismo, es esotérica la vecina, una mujer que pasa horas en su ventana y a quien él acude para pedirle dinero. Se relacionan mediante lacónicas notas, llevadas y traídas por una niña silente que nunca se marcha sin una respuesta, hasta que el día marcado para entregarle el dinero, unos jinetes como salidos de la nada la atropellan y matan en esa calle de común desierta y silenciosa. Quien ha tocado a la puerta para avisarle es el niño rubio, “espigado, descalzo, andrajoso”, que había irrumpido en su cuarto, en casa de Don Domingo, no sabe si para robarle, y que se perdió en la oscuridad de la galería antes de que pudiera atraparlo. Con esta es la tercera ocasión en la que se lo encuentra y no será la última.
Inútiles como han resultado sus méritos civiles, las diversas intermediaciones y las súplicas para lograr su nombramiento, Zama se confía al logro militar y se une a la persecución de Vicuña Porto, un bandido cuya cabeza ha de franquearle el destino deseado: a la ciudad en la que ya ha estado diez años solo piensa regresar de paso. Perseguidor perseguido, Zama todavía tendrá tiempo de preguntarse, no por qué vive, sino por qué ha vivido, y supone que ha sido por la espera. Quiere saber si aún espera algo y le parece que sí: “Siempre se espera más”.
“Me duele la cabeza. No toda, ahí, el costado. Como si desde la frente un alambre la surcara y como si el alambre estuviera electrizado o encendido”
En El silenciero —“neologismo admirable que ilustra la precisión conceptual de Di Benedetto y su capacidad para aprovechar las delicadas evocaciones del habla”, resalta Saer—, la espera tiene una dirección inversa a la de Zama: el personaje no aguarda la llegada de algo, ansía su partida.
El protagonista vive con su madre en una casa contigua a un taller mecánico. El motor de un autobús en reparación, la persistencia nocturna de un torno, la narración radiofónica de una carrera automovilística, primero, y la música impuesta, después, así como los espasmos de prueba de parlantes, porque también reparan bocinas, perforan la pared de su cuarto y lo cercan, incansables, como un maleficio de agujas invisibles. Él y su madre apenas si logran olvidarse de los pinchazos oyendo, a su vez, música clásica en su propia radio. Ni la municipalidad ni la superstición de colocar azufre en la entrada del establecimiento, que también es habitación de los dueños, ponen fin a ese tormento de ondas intangibles. Como asimismo será infructuosa la mudanza a otra casa junto con su esposa y su madre tras un penoso peregrinar por pensiones igualmente rodeadas por ruido.
“De haber ocurrido, esta historia supuesta pudo darse en alguna ciudad de América Latina, a partir de la posguerra tardía (el año 50 y su después resultan admisibles)”, indica el autor. Di Benedetto ofrece con esta advertencia una clave de lectura para su novela: es un vistazo a esos espacios informes e insanos donde los seres humanos se amontonan de forma anónima y, entre otras frustraciones, aspiran inútilmente a un silencio que debe entenderse ampliamente: no abarca solo la interrupción de los ruidos del progreso, sino también la afloración del mundo interior. “El silencio es más bien una idea. Un sentimiento. Una representación mental. El silencio que nos rodea puede albergar mucho, pero para mí es más importante el silencio que llevo dentro. Un silencio que, en cierto modo, creo yo mismo”, dice el explorador y editor noruego Erling Kagge (El silencio en la era del ruido, 2016), quien sabe bien de lo que habla: vivió solo cincuenta días con sus noches en la Antártida.
Hostilizado por el ruido, al personaje del escritor argentino le es negado el silencio en los dos sentidos apuntados, no puede anular el desorden de los sonidos de su entorno —“Me duele la cabeza. No toda, ahí, el costado. Como si desde la frente un alambre la surcara y como si el alambre estuviera electrizado o encendido”— y tampoco, así oprimido, concentrarse para cumplir su anhelo de escribir un libro. Zama y El silenciero se vinculan de forma evidente por la vida en suspenso de sus protagonistas, pero también —Saer dixit— porque el ruido ubicuo representa un instrumento de no-dejar-ser, tanto como el nombramiento demorado de Diego de Zama.
Otro vínculo entre estas dos novelas es que ambas ilustran que a la espera le son propias la resistencia a terminar y la incertidumbre. En cambio, en la tercera de la trilogía, Los suicidas, el protagonista también entra en el tiempo subjetivo de quien aguarda, pero la suya no es una espera opuesta a la extinción y el desenlace, más como una señal de fatalidad que como una posibilidad entre las muchas albergadas por el futuro, le es advertido:
“Mi padre se quitó la vida un viernes por la tarde.
“Tenía 33 años.
“El cuarto viernes del mes próximo yo tendré la misma edad”.
Este es el comienzo de la novela y se trataría, entonces, no de la imposibilidad de ser que asfixia al funcionario colonial y al silenciero, sino del recordatorio de que se dejará de ser del todo, que es la única seguridad con que los humanos recorren su tramo vital. “¿Soy un hombre normal? No hago ruido. Me gustan muchas cosas. Vivo. Me pregunto por qué estamos vivos. Pienso en la muerte, la resisto, prefiero vivir. Pero pienso. Muchos, no: dan por hecho que les sobra futuro”, se dice el personaje, sorprendido de que la mayoría viva con una ilusión de inmortalidad.
Enfrentado a la vastedad del universo, el hombre se planteó la pregunta de por qué existe todo esto, él incluido, si muy bien podría no haber nada. Es el interrogante seminal que sustenta todas las historias —filosóficas, religiosas, científicas, literarias— que el hombre se ha estado narrando desde ese deslumbramiento primigenio para darle sentido a su propia existencia y desentrañar la esencia de la realidad. A ese contar lo han impulsado tanto la admiración por la creación, como el vértigo de que su conciencia individual es finita y, por ende, en algún momento del trayecto dejará de registrar lo admirado.
Así deriva mi pensamiento luego de leer Los suicidas y si tuviera que responder a quien se interesara por el tema de esta novela de Di Benedetto, le diría que trata de la espera, como Zama y El silenciero, pero sobre todo del memento mori.






