top of page

La verdad invertida

  • Foto del escritor: Francisco Vallenilla
    Francisco Vallenilla
  • 25 ago
  • 12 Min. de lectura

Actualizado: 11 oct

Fortuna, de Hernán Díaz

ree

Somos la historia que nos contamos a nosotros mismos y a los demás, así como la historia que los otros cuentan sobre nosotros, y Andrew Bevel estaba decidido a que la narración de su vida fuera solo la propia. “Mi trabajo consiste en tener razón. Siempre. Si alguna vez me equivoco, debo usar todos mis medios y recursos para torcer la realidad y alinearla con mi equivocación para que deje de ser una equivocación”, le advirtió a Ida Partenza, la joven taquígrafa y mecanógrafa que contrató para que, siguiendo su dictado, escribiera su autobiografía. Con ella iba a responderle a Harold Vanner, autor de Obligaciones. “Déjeme ser claro. Este libro es pura porquería difamatoria. Mis negocios aparecen burdamente tergiversados. Se me presenta como un jugador profesional. Como un estafador. Y el autor afirma que estoy acabado. Que soy viejo y mi tiempo ha pasado. (…) En fin, todo esto es irrelevante. Estoy acostumbrado a que me calumnien. Pero Mildred… Lo que este granuja le ha hecho a Mildred… La mujer más amable que ha habido, retratada como una… —Negó con la cabeza—. No pienso permitir que esta invención llena de oprobios se convierta en la historia de mi vida, que esta vil fantasía ensucie el recuerdo de mi mujer”.

 

Andrew era el último de una estirpe fundada por un inmigrante danés que comenzó la fortuna familiar negociando con el tabaco de las colonias británicas en Norteamérica. Primero su abuelo y luego su padre diversificaron el negocio, pero fue Andrew quien hizo de las finanzas el eje de la riqueza de los Bevel y la acrecentó de forma casi mágica. De niño, se le tuvo como una criatura en la que confluían de forma armoniosa los modales, la inteligencia y la obediencia; de joven, cuando se instaló en Nueva York después de morir sus padres, como el inepto social que no destacaba en los deportes ni le entusiasmaba la bebida, repelente al juego e indiferente a los lances amorosos. De Edward, su padre, no había heredado la habilidad de quien nada con soltura en los círculos sociales y saca provecho de las relaciones allí cultivadas, pero sí la intuición empresarial. Así que Andrew se convirtió en el multimillonario excéntrico que llevaba una vida aislada y que solo estaba presente en la sociedad por conducto de sus intereses, cada vez más amplios: negociaba oro, guano, algodón, carne…, invertía en bonos y otorgaba créditos, en una red financiera que abarcaba Estados Unidos, Suramérica, Europa y Asia. No le interesaba ostentar objetos lujosos ni propiedades, tampoco el poder político, solo la complejidad de las finanzas.

 

Sin embargo, mientras se formaba su imagen mítica como el pionero de la banca de inversión que parecía ir siempre un paso adelante del mercado, se convenció de que no podía esquivar del todo el lado molesto de su leyenda. Era una figura pública pese a su comportamiento misántropo y decidió entonces ser el hombre rico que representa el papel de hombre rico: se mudó del hotel en el que vivía desde que vendió todos los inmuebles de la familia a una mansión en la Quinta Avenida y se casó con Mildred Howland en 1919. Ella era de una familia de Albany cuya fortuna se había esfumado y conoció a Andrew a su regreso de una larguísima temporada en Europa, a donde había viajado con sus padres siendo la niña que, si podía evitarlo, no hablaba, y cuyas respuestas, en la mayoría de los casos, eran monosílabos y asentimientos de cabeza. Advertido de la precocidad intelectual de su hija —una lectora voraz desde los cinco años y con una aptitud asombrosa para las matemáticas—, el señor Howland se dedicó por años a su educación, antes de perderse en el delirio de indagaciones teológicas y acabar recluido en una clínica suiza. La señora Howland, por su parte, solo tenía interés en Mildred como atracción para sus reuniones sociales —las que animaba en las casas de los amigos que los acogían—, donde la hacía dar muestras de su prodigiosa mente.

 

Mildred aceptó casarse porque, pese a todo, sentía que le debía un buen matrimonio a su madre y porque así dejarían de vivir a expensas de los demás. No la extasiaba la riqueza y su silencio de adulta no era petulancia, como su ensimismamiento no era tristeza: eran tedio. Su placer más íntimo no provenía de los bienes materiales ni estaba condicionado por los otros, su fuente era un estado interior que no dependía del mundo exterior, como lo descubrió en el primer paseo que hizo a solas en Europa y acaso ya presentía desde pequeña, cuando comenzó a sufrir de insomnio y solo la lectura y la escritura de su diario la protegían del terror nocturno. Pero, como Andrew, se dio cuenta de que su privacidad necesitaba de una fachada pública y entonces encontró una salida apropiada: el patrocinio de las artes, que le permitía satisfacer la expectativa social y también su genuino interés por la música y la literatura. Los Bevel eran la pareja perfecta; él, un exitoso hombre de negocios; ella, una exquisita filántropa. Aunque en la intimidad de la mansión no lo eran tanto, si el rasero con que se les medía era el amor, pues lo que existió entre ellos fue un trato cortés y un afectuoso respeto, una “incomodidad silenciosa”, pero no pasión amorosa.     

“¿Lo puede creer? Ahora los acontecimientos imaginarios de un relato de ficción tienen mayor presencia en el mundo que los hechos reales de mi vida”

Si hubiera mantenido ese tono, Vanner no hubiese irritado a Andrew, acostumbrado como estaba al cotilleo sobre su vida privada. Incluso, afirmaciones falsas como que su padre mantuvo una doble vida en una finca en Cuba, a donde se retiraba casi todo el invierno, y que su madre fue una empedernida fumadora, no le hubiesen molestado, pues no diferían mucho de las que se publicaban sobre él, su familia y su matrimonio en la prensa sensacionalista y revistas del corazón. Obligaciones venía a ser como una extensión de esos comentarios, que Andrew no desmentía porque consideraba que negarlos equivalía a una confirmación. Pero haber afirmado que, en medio de la bonanza económica de gran parte de los años veinte, su riqueza aumentó de manera exponencial debido a prácticas financieras fraudulentas y que él ocasionó el crack de 1929, del cual salió indemne y más rico aún, cuando la economía había quedado devastada y millones de personas en la ruina, era una infamia que no dejaría pasar. Tampoco, que Mildred enloqueció y murió en el mismo hospital siquiátrico donde estuvo internado el señor Howland, tras ser sometida, con el auspicio y la complicidad de Andrew, a una terapia basada en un fármaco experimental.

 

“Mis amigos y conocidos me transmiten su pesar por el libro. ¿Entiende lo irritante que me resulta? Porque con sus muestras de adhesión me están haciendo saber que han leído esta basura. Parece que la ha leído todo el mundo. Y todo el mundo se da cuenta de que trata de nosotros. Ya lo verá por usted misma. No puede ser nadie más. Y debido quizás a que contiene unos cuantos detalles más o menos correctos, la gente cree que es una fuente fiable. Hasta hay periodistas que siguen pistas e indicios del libro para intentar corroborar ciertas escenas y pasajes. ¿Lo puede creer? Ahora los acontecimientos imaginarios de un relato de ficción tienen mayor presencia en el mundo que los hechos reales de mi vida”, le dijo a Ida. No, el Benjamin Rask y la Helen de esa detestable novela no eran él y su esposa.

 “… la realidad debe ser coherente. ¿No sería incongruente encontrar rastros de Vanner en un mundo donde Vanner no ha existido jamás?”

Andrew se contradecía. A Ida —la joven de padre italiano, un impresor anarquista exiliado en Estados Unidos, con quien vivía en un departamento de Brooklyn que era a un tiempo casa y taller tipográfico—, se le presentaba como artífice del auge económico de los años veinte, diciéndole que su desempeño financiero fue la locomotora del crecimiento y el bienestar generalizado de ese período, y resaltándole siempre que la búsqueda del beneficio personal, si se perseguía por los caminos correctos, como había sido la tradición empresarial de su familia, terminaba siendo un bien público: “Los negocios son una forma de patriotismo”. Al mismo tiempo, sin embargo, le parecía ridícula la idea de Vanner de que una sola persona, aunque fuera poseedora de unos medios colosales como los suyos, pudiera haber sido capaz de manipular a su antojo la Bolsa de Nueva York y llevar a toda una nación al descalabro económico.

 

Asimismo, cómo era que Andrew se asombraba de que la ficción pudiera tener más peso que lo que él consideraba la realidad, si él mismo se ufanaba de dar forma al mundo y de asegurarse de que no lo contradijera y para lograrlo usaba una de las más increíbles de las ficciones que ha imaginado el ser humano: el dinero. “El dinero es una mercancía fantástica. Una fantasía. Ni lo puedes comer ni te abriga, pero representa toda la comida y toda la ropa del mundo. Por eso es una ficción (…) Y eso es doblemente cierto en el caso del capital financiero. Las acciones, los valores, los bonos. ¿Crees que alguna de las cosas que compran y venden esos bandidos del otro lado del río representan algún valor real y concreto? No, para nada. Las acciones, los valores bursátiles y toda esa porquería no son más que promesas de un valor futuro. Así pues, si el dinero es una ficción, el capital financiero es la ficción de una ficción. Con eso comercian todos esos criminales: con ficciones”, aleccionaba el viejo anarquista a su hija, mostrándose al menos en esa apreciación de acuerdo con Marx.

 

En La invención de todas las cosas. Una historia de la ficción (2024), el mexicano Jorge Volpi anota que “la palabra ficción viene del verbo latino fingere, que no significa fingir ni engañar, sino tallar o modelar, el término usado por los artesanos para confeccionar una vasija y por los escultores para dar vida a una venus. La etimología no podría resultar más apropiada: la realidad es esa argamasa a la que damos forma y volumen con la imaginación”.

 

El dinero le había servido a Andrew para moldear su entorno y ahora lo estaba haciendo de nuevo. Ya había adquirido la editorial de Obligaciones y se había asegurado de que su autor no pudiera publicar ningún otro libro, si es que tuviera tiempo para escribir algo más, agobiado como lo tenía el ejército de abogados del banquero: se disponía a seguir publicando la novela y en cada ocasión comprar todo el tiraje para destinarlo al reciclaje, manteniendo a Vanner atado por su contrato actual. “… la realidad debe ser coherente. ¿No sería incongruente encontrar rastros de Vanner en un mundo donde Vanner no ha existido jamás?”. Desaparecido el escritor y su obra, la corrección del relato de la vida de Andrew se completaría con la publicación de su autobiografía.

 

Con el tiempo, Ida se convertiría en escritora y exploraría por su cuenta la ficción, esa “región esquiva que había entre la razón y los sentimientos”, pero ya por entonces —1938— sospechaba que Andrew no solo estaba realineando la narración de su vida, sino también, desde su interesada perspectiva, la de Mildred, que nada podía hacer para ofrecer su propia versión porque había muerto en 1929, salvo que aparecieran los cuadernos del diario que escribió desde su niñez. “Me salvó (Mildred). No hay otra forma de decirlo. Me salvó con su humanidad y su calidez. Me salvó creando un hogar para mí”, le describió el banquero a Ida. Cuando la joven taquígrafa le pedía ejemplos de la inteligencia de Mildred, que Andrew tipificaba como una “sabiduría inocente”, su interlocutor se mostraba vago, diciendo cosas como, ya sabe, la dificultad de llevar una casa como esta, sus gustos musicales… Ida no se creía que Mildred hubiera sido apenas una sofisticada ama de casa de temperamento infantil, que se comportaba como una niña con una caja de música, y años después se avergonzaría de haber contribuido a esa imagen distorsionada. Ella misma había inventado, en respuesta a un pedido de Andrew, que la señora Bevel tenía un lindo pasatiempo, las flores, y que una de sus ocupaciones favoritas era replicar en su invernadero arreglos florales de las pinturas de artistas famosos que estaban colgadas en las paredes de su mansión.  

 

Amo y esclavo, señor y siervo, dueño del capital y trabajador asalariado…, la asimetría no había variado en los tiempos de Andrew y lo natural era esperar que su relato se impusiera como en todos los siglos han prevalecido las historias de los poderosos. “Controlar la ‘verdad’ es detentar un gran poder, y por eso todos los que buscan poder e influencia también buscan presentar la verdad de la forma que les convenga”, advierte el filósofo Julian Baggini en su Breve historia de la verdad (2020). Si ocurrirá así también esta vez, es algo que terminará por descubrir el lector de Fortuna (2022), a quien Hernán Díaz le demora la pequeña sorpresa de ese desenlace mientras Vanner, Andrew, Ida y hasta Mildred ofrecen los fragmentos pasados, presentes e incluso futuros de la vida de los Bevel para que sean combinados con el acto de la lectura. Para ello, Díaz se vale de la mise en abyme. Es una forma literaria consagrada por el escritor André Gide con su novela Los monederos falsos (1925), aunque ese juego especular de una historia que se desdobla sobre sí misma se encuentra en Don Quijote de la Mancha, en cuya segunda parte los personajes comentan el primer tomo de la novela, y mucho antes en la Odisea, donde Ulises escucha el relato del episodio del caballo de Troya durante el banquete que le ofrece el rey Alcínoo, lo que es tanto como decir que a la puesta en abismo puede rastreársele hasta el origen de la literatura occidental. El cuento “Continuidad de los parques” (Final del juego, 1964), de Julio Cortázar; la novela El garabato (1967), de Vicente Leñero; El gabinete de un aficionado (1979), de Georges Perec, y Beatus ille (1983), de Antonio Muñoz Molina, son lo otro leído que me viene a la memoria a propósito de la mise en abyme.

 

Post scriptum:

 

El libre albedrío del dinero

 

Andrew Bevel no viviría lo suficiente para presenciar la financiarización, el grado superlativo de dominio y autonomía alcanzado por el funcionamiento del sistema financiero con respecto a la economía real. Se gestó e impuso en el último tercio del pasado siglo y con ella el pernicioso criterio de que el logro de beneficios trimestrales que satisfagan a los accionistas prevalece sobre la inversión productiva.


Comenzó en los años setenta, con la desregulación acelerada de los flujos financieros mundiales, en un contexto donde había llegado a su fin el ciclo de crecimiento ininterrumpido y bienestar que se inició luego de la Segunda Guerra Mundial. El deterioro de la rentabilidad en la actividad productiva impulsó la búsqueda de negocios alternativos, leo en el artículo “La financiarización de la economía mundial: hacia una caracterización”, publicado en la Revista de Economía Mundial (número 33, 2013) de la Universidad de Huelva, España.

 

Sus autores, Bibiana Medialdea García, de la Universidad Complutense de Madrid, y Antonio Sanabria Martín, del Instituto Complutense de Estudios Internacionales, continúan enumerando: la mayoría de los países desarrollados necesitaba financiar sus déficits públicos; las grandes empresas estaban abocadas a su internacionalización y pusieron en marcha nuevas estrategias financieras; los mercados de materias primas se encontraban desordenados; estaba impactando el desarrollo de las tecnologías de la información y la comunicación; había colapsado el sistema monetario internacional instaurado en Bretton Woods y existía una nueva correlación de fuerzas sociales en la que estaba debilitado el lado de los trabajadores. Se trataba de las condiciones en bandeja para la aplicación del credo neoliberal: solo un mercado financiero “libre” podría recuperar la inversión y el crecimiento.

 

En el apogeo de la expansión financiera sin barreras, se acrecentaron los niveles de rentabilidad financiera y hubo una acentuada inclinación a reducir los plazos para obtener beneficios; se asumieron cada vez mayores riesgos y comenzaron a observarse comportamientos irracionales entre los agentes. Medialdea y Sanabria describen que unos elementos tendieron a fomentar otros, poniendo en marcha un mecanismo de autorreproducción: la misma inestabilidad que caracterizaba los mercados abría posibilidades de obtener beneficios, porque permitía apostar sobre la evolución de las variables financieras básicas y también acerca del hipotético comportamiento de los participantes en los mercados. La negociación financiera se alimentaba a sí misma, mientras se incrementaban los incentivos de rentabilidad, liquidez y riesgo en los que se desarrollaba.

 

El sistema financiero comportándose solo con atención a su propia lógica interna fue lo que fascinó al último de los Bevel: “No le hacía falta tocar un solo billete ni relacionarse con las cosas y la gente a las que su transacción afectaba. Lo único que tenía que hacer era pensar, hablar y quizás escribir. Y el ser vivo se ponía en marcha, dibujando hermosos patrones de camino a una abstracción cada vez mayor, y a veces siguiendo unos apetitos propios que Benjamin jamás se habría esperado: eso le proporcionaba a él un placer adicional, el hecho de que la criatura intentara ejercer su libre albedrío. La admiraba y la entendía, incluso cuando lo decepcionaba”.

 

El empleo de instrumentos cada vez más complejos e innovadores —un eufemismo para no hablar de prácticas financieras temerarias— fue alabado por Alan Greenspan, presidente de la Reserva Federal (el banco central estadounidense) entre 1987 y 2006, quien declaró un año antes de dejar el cargo: “Estos instrumentos financieros de complejidad creciente han contribuido al desarrollo de un sistema financiero mucho más flexible, eficiente y, en consecuencia, resistente que el que existía hace tan solo un cuarto de siglo”.

 

Paul Krugman, Premio Nobel de Economía 2008, lo cita en su libro ¡Acabad ya con esta crisis! (2012) para llamar la atención de que se trataba de una mala interpretación, porque fueron precisamente esas innovaciones financieras las que condujeron a la crisis menos de tres años después del parecer optimista de Greenspan. Señala que en vísperas del estallido, los análisis del sistema financiero estadounidense eran autocomplacientes y a los pocos que se inquietaron por el ascenso de los niveles de endeudamiento y la poca seriedad con respecto a los riesgos, se los marginó y ridiculizó.


“Para meternos en esta depresión han hecho falta décadas de malas directrices políticas y malas ideas; malas políticas y malas ideas que (…) prosperaron porque durante mucho tiempo estuvieron funcionando muy bien, no para la nación en su conjunto, sino para un puñado de gente rica y con muchísima influencia”, recuerda Krugman y uno puede imaginar que Andrew Bevel hubiera torcido el gesto si hubiese tenido ocasión de escuchar esta opinión, desdeñándola como todas las acusaciones injustas que tanto soportó en los años veinte.

 

Entradas recientes

bottom of page