La vida, por favor escoja una opción
- Francisco Vallenilla

- 18 sept
- 15 Min. de lectura
Actualizado: 11 oct
Aire de Dylan, de Enrique Vila-Matas, y otros recuerdos del oblomovismo

A los jóvenes Vilnius Lancastre y Débora Zimmerman los desanimaba el caótico y absurdo paisaje del mundo y estaban convencidos de que la desilusión era todo cuanto seguía al obrar humano. Esa era la constatación de los más sabios de las generaciones anteriores, quienes, tras una vida de empeños, habían concluido que el mundo daba vueltas sin sentido, dominado por unos pocos inmorales y avariciosos que alentaban ese girar idiota y se beneficiaban del embrutecimiento general. ¿Por qué, entonces, no adoptar de una vez ese punto de vista y ahorrarse las falsas expectativas propias de su edad? No querían ser eslabones, anónimos e intercambiables, de ese lamentable mecanismo, así que se propusieron ahorrarse cualquier acción; si se les ocurría una idea, su primer impulso sería no llevarla a cabo.
“Humor, perdición y poesía. En ese triángulo parecía apoyarse la desactividad diaria de la joven pareja”, dice el narrador de Aire de Dylan (2012), de Enrique Vila-Matas. En su retrato hay que detenerse un momento en el sustantivo “desactividad”, no registrado en el diccionario pero que, en efecto, es más preciso para describir la actitud de Vilnius y Débora que el de “inactividad”, pues en su caso no se trata de una conducta antónima de actividad o movimiento, sino más bien de un hacer emancipado de cualquier propósito, con el que anulan la potencia activa de cuanto idean y, por tanto, les calza con más propiedad un nombre derivado del verbo “desactivar”. Byung-Chul Han, en Vida contemplativa (2022), no hace esa distinción, pero los personajes del catalán son oficiantes de la ceremonia descrita por el filósofo surcoreano: “… hacemos pero para nada. Este para-nada, esta libertad con respecto a la finalidad y la utilidad, es la esencia de la inactividad. Y es la fórmula fundamental de la felicidad”.
El joven Lancastre era hijo del recién fallecido Juan Lancastre, un notorio escritor que se reinventó con cada una de sus obras, presa del afán posmodernista de no encajar en ninguna forma o bien, como pensaba su hijo, deseoso de ser muchos para no ser él. Sus relaciones estuvieron cruzadas por el odio mutuo. El padre lo consideraba un fracasado —no había descollado en la publicidad, donde trabajó un tiempo, y tampoco en el cine, campo en el que apenas había realizado un mediocre cortometraje—, mientras él lo veía como alguien inauténtico y una presencia castradora. Eran muy diferentes en pensamiento y cuerpo: el viejo Lancastre fue rubio, alto, agraciado y poderoso; Vilnius era moreno, más bien bajo y frágil. Tampoco heredó nada de la belleza de su mamá, Laura Verás, una mujer con fama justificada de pérfida con quien se la llevaba tan mal como con su papá: “Eres tonto, hijo. Me ha dado siempre vergüenza ser tu madre. Ahora que tu padre ya no vive, creo que haré que te liquiden en cualquier esquina. Lo has oído. Te desprecio”. Uno de los proyectos de Vilnius era escribir un libro para ridiculizar al reconocido autor; otro, completar su Archivo General del Fracaso y traducirlo al lenguaje cinematográfico. Pero, por supuesto, consciente de que solo podría sentirse bien si se abstenía de intervenir en cualquier cosa porque así evitaría el fracaso, no tenía ganas de escribir ni de hacer esa película.
Vilnius solía vestir de negro y tanto su cabellera, nariz y altura eran idénticas a las de Bob Dylan. Por su parte, Débora, de padre estadounidense, tenía un aire a Scarlett Johansson. Inteligente y loca a un tiempo, había sido amante de Juan Lancastre y ahora lo era del hijo, su verdadera alma gemela por compartir la convicción de la inutilidad del esfuerzo. Entre ambos alumbraron la idea de escribir la autobiografía de Juan Lancastre, pero apartada por completo de lo que Débora conocía —su amante le había dado a leer el manuscrito, un texto aburrido y autocomplaciente— y más bien inventándolo todo para que el escritor se autopresentara como una síntesis de los males y defectos de la llamada posmodernidad. En este punto, la pareja se acercaba al desvío o détournement de los situacionistas, una estrategia cultural que consistía en desviarse de imágenes, textos o hechos concretos mediante la realización de copias alteradas. Una proximidad muy matizada, cierto, porque con la distorsión de la biografía Vilnius y Débora no buscaban denunciar el rol ideológico del arte en la sociedad de masas ni, mucho menos, reutilizar un producto cultural para un fin subversivo —como postulaba la Internacional Situacionista, vanguardia político-artista fundada en 1957 y liderada por el francés de origen italiano Guy Deborg—, sino apenas desmitificar a Juan Lancastre y, de paso, vengarse de Laura Verás por haber quemado el manuscrito. O ni eso.
“Fue alarmante porque no era una voz la que me llamaba, sino ‘algo’ que más bien percibí que se había también infiltrado en mi mente. ¿Era ‘algo’ o era más bien mi padre, Juan Lancastre, que andaba llamándome desde un mundo desconocido?”
Fue así que, durante una reunión del Club de Interrumpidores Lancastre, integrado por fanáticos del autor de La interrupción —su obra más famosa, cuyos argumentos rebatió él mismo con La fluidez—, Débora comunicó que había leído el manuscrito de la autobiografía del idolatrado escritor, quien se la dedicaba, y lo recordaba tan bien que lo reescribiría con la ayuda de Vilnius: ya habían reconstruido las primeras diez páginas. Les adelantó que era una autobiografía inusual, porque comenzaba cuando el escritor, ya muerto, se dedicaba a hacerse presente en la vida de su hijo para seguir molestándolo, como no se cansó de hacer mientras vivió. Sin embargo, no fue la perspectiva de contar con un relato de la vida de su ídolo lo más destacado para los miembros del club, sino la sospecha que con sutileza aquellos dos singulares jóvenes sembraron en todos los presentes: que Juan Lancastre no murió de un ataque al corazón, sino asesinado, acaso por Verás y su amante, Claudio Arístides Maxwell, conocido crítico de cine, especializado en los años dorados de Hollywood.
La forma completa de aquel desvío se les había ocurrido cuando Vilnius le contó a Débora que, después de su muerte, recuerdos de su finado progenitor se alojaban en su mente —imposible que él recordara, por ejemplo, ir en un taxi londinense a finales de los sesenta—. Si ya era sorprendente que Juan Lancastre estuviera intentando heredarle su memoria y experiencia, más aún que hubiera escuchado “Vilnius”. “Fue alarmante porque no era una voz la que me llamaba, sino ‘algo’ que más bien percibí que se había también infiltrado en mi mente. ¿Era ‘algo’ o era más bien mi padre, Juan Lancastre, que andaba llamándome desde un mundo desconocido? Mi padre estaba muerto, pero no podía olvidarme de que muchos difuntos, según una creencia popular, permanecen en la Tierra durante un tiempo antes de marcharse definitivamente”. Incluso más desconcertante lo que siguió: en lugar de su nombre, escuchó “Hamlet”. “¡Hamlet! ¿Había dicho Hamlet? ¡Eso sí que era ya una extravagancia! ¿Por qué ese cambio de Vilnius a Hamlet? ¿Qué pretendía ese ‘algo’?”.
En el primer instante, Vilnius solo vio ventaja en ese legado intangible. Si descontaba las ideas volubles y el modo de ser de su padre, contaría con ayuda para ahorrarse no pocos desaciertos consustanciales a su juventud, pero no tardó en estremecerse al vislumbrar el riesgo al que se exponía. Le sucedía como al catedrático alemán Hermann Soergel, especializado en el autor de Hamlet, El rey Lear…, quien un día recibió de un desconocido la memoria del poeta isabelino. “Una tarde, al salir del Museo Británico, silbé una melodía muy simple que no había oído nunca” y al cabo de un mes “la memoria del muerto me animaba. Durante una semana de curiosa felicidad, casi creí ser Shakespeare. La obra se renovó para mí. Sé que la luna, para Shakespeare, era menos la luna que Diana y menos Diana que esa obscura palabra que se demora: moon. Otro descubrimiento anoté. Las aparentes negligencias de Shakespeare, esas absence dans l’infini de que apologéticamente habla Hugo, fueron deliberadas. Shakespeare las toleró, o intercaló, para que su discurso, destinado a la escena, pareciera espontáneo y no demasiado pulido y artificial (nicht allzu glatt und gekunstelt)”. Sin embargo, el personaje de Borges (La memoria de Shakespeare, 1983) terminó advirtiendo que la identidad de los hombres reside en la memoria y que corría el riesgo de perder la suya sepultada por la del gran bardo. “En la primera etapa de la aventura sentí la dicha de ser Shakespeare; en la postrera, la opresión y el terror”.
A lo mejor Juan Lancastre no había sido asesinado y Laura y Claudio eran inocentes, pero eso era irrelevante para Vilnius y Débora, fieles a su decisión de no prestar ninguna colaboración al correr general de las cosas del desquiciado mundo. De hecho, Débora no pensaba escribir nunca esa autobiografía, aunque ambos no pudieron sustraerse totalmente a la inercia del hacer algo y le encargaron a un escritor que la escribiera por ellos. Vilnius lo había conocido en un congreso sobre el fracaso, celebrado en una universidad suiza, al cual asistió en lugar de su padre muerto, el verdadero invitado. Sus caminos parecían destinados a cruzarse, pues en el literato —contemporáneo de Juan Lancastre— ya reinaba la decisión de no escribir más libros —era autor de muchos— e incluso de hablar solo lo que en estricto sentido fuera necesario. Su deseo era convertirse en un escritor que ya no escribía, “en un ser completamente feliz, liberado del yugo de mi profesión y de la oda a la rectitud literaria que había sido toda mi vida”. En esa secreta disposición de ánimo, era inevitable que le atrajera aquel sosias de Dylan que peroraba sobre lo que experimentaba tras la desaparición física de su papá y confesaba que no tenía ganas de hacer nada, ni siquiera la película sobre el fracaso general. El ponente sonaba como alguien en extremo conmovido por la pérdida de un ser odiado, pero había algo en esa paradoja, en la manera como era contada por el muchacho que desnudaba su alma ante un auditorio casi vacío, en el estupor reflejado en su cara, que hacía reflexionar sobre la verdad oculta bajo la apariencia engañosa del relato delirante de quien ha sido muy afectado por el duelo.
No se vieron más hasta coincidir tiempo después en Barcelona, la ciudad de los dos. En los laberintos citadinos, dos personas pueden pasar una vida sin tropezarse pese a vivir cerca —recuérdese el caso de Wakefield— o encontrarse porque así está dispuesto que suceda y entonces no importa si residen en extremos opuestos del entramado de cemento. Vilnius y Débora se alojaban en el hotel de un barrio al que estaban por mudarse el escritor y su esposa cuando a este lo invitaron a aquel congreso literario sobre el fracaso. El cambio de residencia ajustó el tejido misterioso de las rutas que los haría coincidir en el punto clave predestinado, que para los tres fue la intervención de Débora en la sesión de los interrumpidores. Al aspirante al mutismo y la agrafía se le revelaba con la historia de la pareja una justificación para aplazar su deseo: siempre había escrito haciendo pasar por reales sus ficciones y allí tenía la oportunidad de hacer lo contrario con la autobiografía apócrifa de Lancastre.
No podía imaginar mejor cierre para su gris carrera literaria y para finalizar con la molesta cuestión sobre la relación entre ficción y realidad, algo que no dejaban de preguntarle a propósito de cada uno de sus libros. “Sólo sé (…) que la realidad puede permitirse el lujo de ser increíble, inexplicable. Lamentablemente, una obra de ficción no puede permitirse las mismas libertades”, le había dicho a Vilnius cuando conversaron después de la intervención del joven Dylan en Suiza y este le confió con más detalle la angustiante infiltración de la memoria paterna, lo único que lucía inverosímil en su dramático relato.
“¡Oh miserable aborto de los principios revolucionarios de la burguesía!¡Oh lúgubre regalo de su dios Progreso! (…) Introduzcan el trabajo fabril y adiós alegría, salud, libertad; adiós todo lo que hace la vida bella y digna de ser vivida”
Vilnius y Débora tratan de zafarse de la cadena del esfuerzo y el trabajo, que solo ha servido a los intereses de los mafiosos de siempre, y vivir en un estado poético. Tienen un anhelo a contracorriente de la acción, el entusiasmo, la obligación de rendir y consumir y el hacer interminable, santificados por la cultura occidental. Tanto si lo saben como si no, su actitud es una crítica al frustrante productivismo de la vida moderna, en cuyo horizonte no queda nada de la concepción original del ocio.
En la Grecia clásica, el ocio (scholé) posee una connotación fundamental y positiva. No se vive para trabajar y se trabaja para tener ocio. “Estamos no ociosos para tener ocio”, se lee en Ética para Nicómaco. No es un juego de palabras de Aristóteles: “estar no ocioso” es en aquella época la forma griega de denominar la actividad laboral y la falta de descanso, recuerda el filósofo Pieper Josef en El ocio y la vida intelectual (1948). El ocio es el estado ideal para las actividades más elevadas y virtuosas del ser humano (filosofar, el quehacer artístico, la contemplación), que tienen un valor intrínseco y conducen a la buena vida, al florecimiento espiritual, a la eudemonía (felicidad), que debería ser el fin último de la vida humana.
“Esta diferencia, este hecho de que no dispongamos de un acceso inmediato al concepto original del ocio, se nos hace más patente cuando nos damos cuenta de hasta qué punto la noción opuesta, la idea y el carácter ejemplar del trabajo, ha conquistado y dominado casi todo el ámbito de la actividad humana y hasta de la misma existencia humana y de cuánta es la propensión que tenemos a justificar las exigencias derivadas de la figura del ‘trabajador’”, afirma Josef, crítico acérrimo de la mercantilización de la vitalidad humana.
“¡Oh miserable aborto de los principios revolucionarios de la burguesía! ¡Oh lúgubre regalo de su dios Progreso! (…) Introduzcan el trabajo fabril y adiós alegría, salud, libertad; adiós todo lo que hace la vida bella y digna de ser vivida”, ha escrito más de medio siglo antes Paul Lafargue, quien en su opúsculo de economía política El derecho a la pereza (1880) denuncia la locura que se ha apoderado de las clases obreras en las naciones capitalistas: “la pasión moribunda por el trabajo”. Un amor mortal que, por supuesto, es sacralizado por curas, economistas y moralistas porque resulta funcional al capitalismo, que solo persigue convertir a las personas en consumidores y crearles necesidades artificiales. Lafargue demanda que únicamente debe trabajarse tres horas diarias y es dable pensar que con su propuesta aboga por una vuelta al ocio inicial —en contraposición a la trampa del “tiempo libre” capitalista, cuyo fin es la recuperación física y psíquica para retornar al trabajo— y su democratización, pues en la Grecia clásica es un privilegio de aristócratas y ciudadanos.
“Su cara estaba violentamente serena, su mirada gris sutilmente tranquila. No asomó ni una muestra de inquietud”
En la estela de las rebeldías literarias contra el absurdo orden del mundo, el joven Lancastre y su algo nerviosa compañera están más cerca de la desgana tranquila de Thomas Idle y Francis Goodchild, Oblómov o Bartleby —“humor, perdición y poesía”, ha dicho de Vilnius y Débora el escritor—, que del profundo y angustiante pesimismo de un personaje sartriano o de las oscuras consideraciones del estudiante universitario de Perec, encerrado en su buhardilla de cinco metros cuadrados cuando no incansable caminante nocturno.
“No tenían intención de dirigirse a ningún sitio en particular; no querían ver nada, no querían conocer nada, no querían aprender nada, no querían hacer nada. Lo único que querían era permanecer ociosos”, es lo que dice el narrador de Los perezosos (1857), de Charles Dickens y Wilkie Collins, al inicio del despreocupado viaje de los señores Idle y Goodchild hacia el norte del país. De los dos, Idle es un holgazán puro, que tiene contados los desastres de su vida e identificada su causa: lo peor siempre le ha ocurrido por imitar modelos perniciosos de actividad y diligencia mostrados por otros. “Ya es suficiente molestia tener que salir del lío una vez que te has metido en él, de modo que lo que yo hago es mantenerme siempre fuera”, expone Idle, quien nunca se interroga por el futuro y prefiere soñar ociosamente con su pasado. Goodchild, en cambio, es de una ociosidad laboriosa y todo el tiempo se empeña en tareas inútiles porque aún se encuentra muy impregnado de la cultura del trabajo. Solo cuando pasa dos horas mirando por una ventana, comienza a sospechar que se está convirtiendo en un experto.
Las descripciones de los lugares visitados se deben todas a Goodchild, puesto que Idle, así no se hubiese malogrado un tobillo por seguir a su compañero en aquel primer inane ascenso a una colina, escoge siempre permanecer tirado en un sillón. Lo que Goodchild le relata después de recorrer las calles son paisajes de hombres y mujeres que parecen vegetales marchitos o caminan insensibles bajo la lluvia con sus rostros sin esperanza. “Bajo aquella humedad grisácea, daba la impresión de que todas esas ciudades había sido asoladas por un incendio cuyas llamas acababan de ser apagadas; un panorama melancólico y opresivo de muchas millas de longitud”, sintetiza la voz narradora. Idle y Goodchild no reflexionan sobre las estampas desoladoras ni abandonan el despropósito de seguir adelante, pero se entiende que su abúlica aventura constituye en sí misma el cuestionamiento de la industriosa Inglaterra victoriana.
Por su parte, el famoso escribiente de Melville se muestra imperturbable ante el trajín incesante de la vida neoyorquina en 1853. Bartleby, al tercer o cuarto día de haberse empleado en la oficina del Secretario del Tribunal de la Equidad, se niega a participar en la lectura de chequeo de un documento y luego se excusará de ir al correo, moverse para llamar a un colega en otra habitación y poner el dedo para hacer el lazo con que se atan unos papeles, hasta finalmente rehusarse a escribir. “Preferiría no hacerlo”, es todo cuanto argumenta ante cualquier requerimiento. No sale a almorzar y nunca se le ve leyendo, ni siquiera el periódico, solo inmóvil largas horas ante la ventana que da a una pared de ladrillos ennegrecidos por los años y las sombras eternas de un patio interior. “Su cara estaba violentamente serena, su mirada gris sutilmente tranquila. No asomó ni una muestra de inquietud”, describe su jefe tras escuchar por primera vez aquella subversiva frase.
Seis años después de publicarse la desconcertante historia de Bartleby, un noble ruso en San Petersburgo opta asimismo por apartarse del interminable jaleo general. Iliá Ilich Oblómov no permanece la mayor parte del tiempo tumbado porque padezca alguna enfermedad o se encuentre recuperándose de un esfuerzo físico extremo, tampoco por placer. Reprimir sus movimientos, tanto como neutralizar la acción para concretar una idea que acaso se le ocurriera en aquel estado de apatía, es su modo natural. Al personaje de la novela de Iván A. Goncharov (Oblómov, 1859) lo cansa la sola idea de la carta que debe escribir al administrador de su hacienda, quien le ha advertido de la fuga de algunos campesinos y de que las cosechas menoscabadas restarán unos dos mil rublos a su renta. Eso para no mencionar que se siente el ser más desgraciado de todo el imperio porque también le han pedido mudarse, un trámite que, sin duda, no solo acabará con sus bienes, como es usual durante las mudanzas, sino con él mismo.
“Para Oblómov la vida se dividía en dos partes: una la constituían el trabajo y el aburrimiento, ambos eran sinónimos para él; la otra, el disfrute apacible de la vida”, anota el narrador. Yacer en silencio, dormitar, pasear por su habitación, de la que casi nunca sale, tal es su ideal. Un absoluto contraste con Andréi Ivánovich Shtolz, su más íntimo amigo, con quien creció, estudió y vivió varios años, que es la personificación —quizás debido a la sangre alemana que corre por sus venas— del hombre de acción. Oblómov, noble de nacimiento, ha estudiado y en los primeros años de la década que lleva en la ciudad ha sido consejero colegiado, antes de renunciar al trabajo y a la sociedad tras comprender que su existencia práctica radica en sí mismo.
“¡Vaya una vida! ¿Qué puedo encontrar allí (en la sociedad, en la gente)? ¿Algo que interese a mi corazón, a mi cabeza? Date cuenta, no existe nada en el fondo de todo eso, no existe; nada hay allí de profundo, nada que te llegue al alma. Todos esos miembros de la sociedad están muertos, son hombres más dormidos que yo. ¿Qué los mueve en la vida? En vez de estar tumbados como yo, por ejemplo, van y vienen durante todo el día como moscas hacia delante y hacia atrás, pero ¿para qué? (…) ¿No te parecen seres muertos? ¿Acaso no duermen sentados durante toda su vida? ¿Es que soy yo más culpable que ellos permaneciendo acostado en mi casa en vez de amenazarles con tríos y escaleras?”, le dice a Shtolz, quien intenta sacarle de su impasibilidad. En algún momento, Oblómov, contra cuya abulia no puede ni la pasión que le despierta una mujer, llega a sentir pesar por haber desactivado sus fuerzas morales, pero es una sombra que se disipa en su sueño de que la vida es poesía y la gente lo único que hace es deformarla.
Si la vida se presenta apenas desfigurada en los pensamientos de Oblómov, en las reflexiones de Antoine Roquentin (La náusea, 1938) o en la de los personajes de A puerta cerrada (1944), de Jean-Paul Sartre, aparece aniquilada: el hombre se dedica a comprender la existencia humana para concluir que todo esfuerzo no ha de conducir sino al fracaso y la ruina. Es una perspectiva infernal que Sartre modificará después en sus escritos filosóficos (“el existencialismo no es una delectación sombría, sino una filosofía humanista de la acción, del esfuerzo, del combate, de la solidaridad”), pero cuyos latidos escucha el protagonista de Un hombre que duerme, de Georges Perec, en 1967.
Tiene veinticinco años y veintinueve dientes, libros que no lee y discos que no escucha en su buhardilla de dos coma noventa y dos metros por uno coma setenta y tres, una celda voluntaria a la que han dejado de acudir sus amigos preocupados porque no ha rendido el examen para la licenciatura en Sociología. La abandona algunas noches para recorrer París de punta a punta sin ningún fin, un flâneur de signo negativo al que solo le quedan los gestos aprendidos y los reflejos elementales, como no cruzar una calle con el semáforo en rojo. “¿Por qué habrías de escalar hasta la cima de las colinas más altas para enseguida volver a descender? Y, una vez abajo, ¿cómo hacer para no pasarte la vida contando cómo te las arreglaste para subir? ¿Por qué fingirías estar vivo? ¿Por qué seguirías? ¿No sabes ya todo lo que te sucederá?”.
Está aprendiendo la indiferencia: es paciente y no espera; es libre y no elige; está disponible pero no se mueve. Cuando viaja a casa de sus padres, en el campo, no lo conmueve el silencio de la campiña, ni lo exaspera ni lo apacigua. Quiere convertirse en un ser anónimo sobre el que la historia deje de tener peso. Pero se engaña, porque la indiferencia también resultará inútil. “Durante mucho tiempo has construido y destruido tus refugios: el orden o la inacción, la deriva o el sueño, las rondas nocturnas, los instantes neutros, la fuga de las luces y las sombras. Quizá podrías, aún durante mucho tiempo, continuar mintiéndote, embruteciéndote, emperrándote. Pero el juego ha terminado, la gran juerga, la ebriedad falaz de la vida suspendida. El mundo no se ha movido y tú no has cambiado. La indiferencia no te ha dejado indiferente”.






