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Olvidados de Epicuro

  • Foto del escritor: Francisco Vallenilla
    Francisco Vallenilla
  • 10 oct
  • 13 Min. de lectura

Actualizado: 11 oct

Estado del malestar, de Nina Lykke

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Un desesperanzador catálogo de tipos humanos frágiles e hipersensibles, maleducados y exigentes. Eso es lo que puede componer Elin con la experiencia de los últimos tiempos en su consulta como médica de cabecera en Oslo. “Es gratificante trabajar con personas. Tal vez fuera cierto al principio, pero ahora estoy tan harta de la gente y de los datos y de los olores y de todas esas tonterías que, si fuera posible, me cambiaría de especie”. A estas alturas, nada le sorprende, pero que alguien aquejado de hemorroides venga a examinarse sin haberse limpiado a conciencia por temor “a hacerse sangre”, apenas si puede soportarlo. No queda nada de la joven y entusiasta galena que, cuando hizo su residencia en un ancianato, podía pasar de vérselas con heces y vómitos a comerse una hamburguesa en la cafetería.

 

Conforme corren los días y se suceden vivencias tan desalentadoras como la del apestoso caso del Hombre de las Hemorroides, no mejora su ánimo. Ahí está el Hombre de la Coleta, un profesor misógino, a quien le huele la boca a sardinas y está falto de una ducha, que ha acudido porque quiere que Elin lo derive a un psicólogo. Y el Gordito, un sesentón de más de cien kilos, fumador y bebedor contumaz, que en un año ha recibido veinticinco operaciones, sondeos y exploraciones diferentes, pero que se niega a cambiar su estilo de vida. “Bebe hasta reventar, Gordito, come hasta reventar, siéntate en el váter hasta que se te salgan las tripas, como hizo Elvis. Hazles un favor a tu cuerpo torturado y a toda la sociedad y acaba con todo esto. Por otra parte, piensa que sigues vivo. Es todo un milagro. Una prueba de que lo estás haciendo bien. Mira, vete a casa, date un capricho y relájate”, le ha soltado. Nunca le había hablado así a un paciente y antes, con personas como él, terminaba agotada, como si le hubiesen drenado toda la energía del cuerpo, pero esta vez se siente feliz y ni que la llamen de recepción, donde el Gordito debe de estar quejándose, le borrará su deleite. Se ha cansado de ser comprensiva con gente que no quiere mejorar su salud, que acude al médico para mantenerse enferma. Ella se preocupaba por los pacientes, trataba de animarlos y hasta les daba su teléfono privado para que la llamaran en cualquier momento. Ya no.

 

Aunque el Gordito no ha puesto la queja, Elin se contiene cuando una mujer joven, que ha acudido para la colocación de un DIU, razona que, después de todo, no es tan malo fumar: “Sé que no es sano fumar —me dice ella—, pero creo que los fumadores obtenemos más oxígeno que los demás, porque respiramos más profundamente. Además, nos relajamos más. En mi trabajo los fumadores son los únicos que se toman descansos de vez en cuando. Y respiran aire puro. Así que yo creo que una cosa compensa la otra”. No se aguanta, en cambio, con la niña obesa de cuatro años. Su padre ha intentado primero que Elin espere un poco porque no puede forzar a su hija a que entre sí no quiere hacerlo y después ha puesto el grito en el cielo, cuando Elin le advierte que la pequeña, en lugar de inflamación en el oído, lo que tiene es sobrepeso. ¿Es que acaso ella quiere causarle un trastorno alimentario a su hija? Un médico no puede decir esas cosas, se escandaliza el padre.

 

—Por lo que veo, ya tiene un trastorno alimentario. Si tu hija fuera un perro, lo que estás haciendo se consideraría maltrato animal, y con razón. Le dejas que se zampe lo que quiera en un momento en que aún se le están desarrollando el metabolismo y toda la química del cuerpo.

 

—¿Quieres decir que los niños son como los perros?

 

  —Sí, exacto. Como cachorros. Si les dejas que hagan lo que quieran, pueden comer hasta reventar o morir atropellados.

 

—Pienso denunciar lo que ha pasado. Voy a llamar a la oficina del consumidor, a la televisión, lo voy a contar en Facebook, en Twitter, en Instagram, en todas partes.

 

—Adelante.

 

El padre sí se queja, pero a Elin, quien en algún momento tuvo en cuenta las reseñas negativas, no muchas, la verdad, que sobre ella leía en la lista de médicos de familia — “Salí de la consulta con mal sabor de boca”. “La médica parecía estresada”. “La médica era maleducada”. “La médica no escuchaba”—, le tiene sin cuidado. Que la denuncie asimismo esa pareja que tiene al frente: él, de cincuenta y tres años; ella, de cuarenta y uno. Entre ambos tienen cinco hijos, pero ninguno es de los dos, de modo que desean tener uno para sellar su reciente vínculo, que ha sido como un pequeño escándalo entre familiares y amigos.  “¿Qué demonios piensan hacer con otro hijo más?”, los aterriza ella. No se guarda nada: “Además son demasiado mayores. Y ya han tenido hijos. Puedo derivarlos a un especialista, pero no tiene ningún sentido. De todas formas, les van a decir que no en el siguiente paso del proceso. Creemos que si conseguimos lo que queremos, todo saldrá bien. Esa es la vela y el lastre de la humanidad. Pero no podemos tenerlo todo siempre. Así son las cosas. En cualquier caso, no a expensas del Estado”.

 

A Elin la descorazonan esos pacientes consentidos y también algunos de sus colegas, como el Rebelde. Tiene unos setenta años y se le puede convencer con casi cualquier razón —desde un mareo hasta una dolencia atmosférica porque lleva semanas lloviendo— para que prescriba ansiolíticos o antidepresivos y firme unos días de reposo. El Rebelde es partidario de que todos tienen derecho a todo siempre. “Si alguien quiere algo, siempre y cuando se trate de prestaciones sociales, en ese mismo momento se lo ha ganado, en el siguiente instante le corresponde reclamarlo y justo después se convierte en un derecho legítimo. Esta es su revolución. Paz, libertad y todo gratis. Pero en algún otro sitio, mi querido Rebelde, hay alguien que paga por lo que tú repartes y en algún momento la caja se quedará vacía. ¿Has pensado en eso?”.

 

Ella está en la cincuentena y recién se ha separado de su esposo, Aksel, a quien —pensando en sus dos hijas universitarias— ha dejado la casa. De caer en este abismo pudiera culpar a su impericia con las redes sociales, pues ha contactado a Bjørn sin querer luego de reencontrarlo en Facebook, y también por error ha enviado a Aksel un mensaje lujurioso destinado a su amante. Pero, la verdad es que para cuando ha tocado enter en su teléfono, ella y Aksel ya llevan bastante tiempo pasando del sexo y mientras a él solo le interesa hacer deporte y es un despreocupado para todas las cosas prácticas de la casa, Elin se ha refugiado en la bebida y en los maratones de series, ha dejado de enterarse de las noticias, de leer y tener vida social. “No tardé en empezar a pensar de la siguiente manera: ¿y si pudiera coger esta energía y esta alegría que he encontrado, lo secreto y lo emocionante, todo lo que me vibra por dentro y aplaca mis ganas de tomarme cinco o seis copas de vino y ver todas las series que antes devoraba para calmarme? ¿Y si todo esto pudiera darnos a Aksel y a mí una nueva vida?”.

 

El mundo, sin embargo, no funciona así y lo que siente con Bjørn cuando se citan en la casa materna de Elin —desocupada desde que su madre, con alzhéimer, ha sido internada— no puede almacenarse en una batería que luego pueda conectar a su esposo. Además, quién le asegura que lo suyo con Bjørn —su último novio antes de casarse, hace treinta años— va a durar. Es probable que, como le ocurre a ella en el fondo, Bjørn la vea solo como un clavo caliente: tiene varios hijos y una ristra de nietos, producto de un matrimonio que se ha ido al infierno. De forma que Elin ni siquiera ha pensado en mudarse a Oscars gate con él, sino que vive a escondidas en su consultorio. Duerme allí, guarda el edredón y la almohada en un bote para basura comprado en Ikea, se alimenta a base de bebidas procesadas de frutas y debate con el esqueleto de plástico que cuelga en un rincón, Tore.

 “Pero adónde conduce tanta actividad, aparte de a más actividad, y adónde se dirigen todos ellos. Eso puede preguntarse una aquí sentada a pesar de que una ya no vaya a ningún sitio. Nos pasamos la vida fingiendo que somos inmortales e invulnerables, pero bajo la piel nos corre la sangre y siempre hay posibilidades de que ocurra una catástrofe”

 ¿Cómo ha llegado hasta aquí? ¿Cuándo ha podido tomar otra decisión? Elin, ahora que todo se desploma a su alrededor, duda de que los humanos, de forma innata, posean el impulso de perseguir la felicidad. Los humanos han olvidado a Epicuro, podría ser otra forma de formular la apreciación del personaje de Nina Lykke (Estado del malestar, 2022).

 

Para el filósofo helenista, “el gozo es el principio y el fin de una vida dichosa”. Los hombres deben aspirar a vivir sin dolor (aponía) y sin desasosiego (ataraxia). Si no alcanzan ese estado, de acuerdo con el epicureísmo, es por una apetencia infinita y vana, y porque tienen miedo (a la muerte, sobre todo). En la concepción epicúrea, se distingue entre deseos naturales necesarios y no necesarios: el hombre debe comer, calmar la sed, abrigarse (naturales necesarios), pero satisfacer esas necesidades básicas no requiere de banquetes ni de mansiones (naturales no necesarios). Un seguidor de Epicuro puede muy bien disfrutar de estos lujos, solo que su falta no le causaría angustia. Por otro lado, están los deseos no naturales o innecesarios, los que derivan de la creencia errónea de que la felicidad está supeditada a la riqueza, la fama, el poder.

 

“El problema que veo aquí es la codicia. Están hasta arriba de todo, pero nunca es suficiente. Acaparan demasiado. Casa, casas de campo, barco, niñeras. Veo muchas formas de codicia últimamente, una codicia cada vez mayor por la comida, los estupefacientes, las distracciones, el alcohol, las vacaciones, las compras y el entretenimiento (…) Debería darles vergüenza. Vendan la casa de campo y el barco y den el dinero a los pobres. Despídanse de los lagos, trabajen menos, ganen menos dinero, controlen un poco su codicia infinita. Pero en lugar de eso vienen aquí y quieren más”, piensa Elin mientras atiende a un abogado que trabaja para una empresa internacional y presenta todos los síntomas del agotamiento: no duerme bien y tiene mala digestión, se le ha esfumado el apetito sexual y sufre de mareos, migraña, dolor de espaldas y de garganta… A su esposa, también empleada de una gran compañía, al parecer no le va mejor. Ni las dos niñeras se dan abasto para los cuatro hijos y a ellos los desborda mantener las casas, el yate…

 

En cuanto al temor a la muerte, Epicuro lo tenía por un pensamiento inútil: “La muerte nada es para nosotros. Porque lo que se ha disuelto es insensible, y lo insensible nada es para nosotros”: con la muerte finalizan el cuerpo y el alma, así que a qué preocuparse. Sin embargo, saberse mortal es el alto precio que pagan los Homo sapiens por ser autoconscientes y son muy pocos los que han logrado seguir en este tema la filosofía práctica de Epicuro. “Pero adónde conduce tanta actividad, aparte de a más actividad, y adónde se dirigen todos ellos. Eso puede preguntarse una aquí sentada a pesar de que una ya no vaya a ningún sitio. Nos pasamos la vida fingiendo que somos inmortales e invulnerables, pero bajo la piel nos corre la sangre y siempre hay posibilidades de que ocurra una catástrofe”, se dice Elin mientras observa otra llegada de la primavera y ve a la gente bajar y subir de sus carros, entrar o salir de las tiendas, incansables y ciegos.

 

Post scriptum:

 

Arrugas en el círculo

 

El mundo lleva años fascinado por el milagro de los países nórdicos (Suecia, Dinamarca, Noruega, Islandia y Finlandia) y, en particular, por los escandinavos (los tres primeros). Todo parece ir de maravillas en esas latitudes frías y nubladas, con sus envidiables Estados de bienestar y sus poblaciones contándose siempre entre las más felices del mundo, según los reportes anuales de la Red de Soluciones para el Desarrollo Sostenible de las Naciones Unidas. En el Informe Mundial de la Felicidad 2025, finlandeses, daneses, islandeses y suecos ocuparon las primeras cuatro posiciones, en ese orden, y los noruegos la séptima. Esta medición —que haría de la delicia del filósofo Jeremy Bentham, quien en el siglo XVIII sostuvo que es la utilidad, la búsqueda de la felicidad, el impulso causal de todas las conductas humanas e ideó el Felicic Calculus— comenzó a publicarse en 2012 y desde entonces los nórdicos han figurado en el top 10.

 

“El consenso resultaba abrumador: si querías saber dónde encontrar el modelo definitivo para vivir una vida progresista, saludable, bien equilibrada, feliz y plena, debías dirigir tu mirada un poco más al norte de Alemania y justo a la izquierda de Rusia”, se lee en Gente casi perfecta. El mito de la utopía escandinava (2014), un libro de viajes del periodista británico Michael Booth, quien lo escribió con la clara intención de recordar que problemas hay en todas partes, incluso en el paraíso. Booth está casado con una danesa, ha vivido varios años en Dinamarca y recorrido los países dibujados como la tierra prometida.

 

En el capítulo dedicado a Noruega, el autor repasa el impacto que ha tenido en su sociedad la riqueza generada por el petróleo y el gas natural. Los noruegos descubrieron combustibles fósiles en 1969 y en la actualidad son el mayor exportador de crudo de Europa occidental. Con el fin de evitar lo que ya ocurriera en los Países Bajos en los años sesenta, cuando los inmensos recursos derivados de la explotación de gas natural embriagaron a los neerlandeses y afectaron su economía, los noruegos han limitado el uso interno de sus ingentes dividendos. “Se decidió desde el principio que los ingresos del petróleo y el gas deberían utilizarse con cautela para evitar desequilibrios en la economía. En 1990, el parlamento noruego aprobó una ley para respaldar esto, creando lo que ahora es el Fondo Global de Pensiones del Gobierno Noruego (Government Pension Fund Global), y el primer dinero se depositó en el fondo en 1996. Como su nombre lo indica, se decidió que el fondo solo debería invertirse en el extranjero”, se explica en la página del Norges Bank Investment Management (NBIM), la división del Banco Central de Noruega encargada de gestionar esa cartera soberana de inversión que hoy alcanza los 1,8 billones de dólares, según un artículo de la revista Fortune de junio de este año.

 

“El fondo es ahora uno de los fondos más grandes del mundo y posee casi el 1,5 por ciento de todas las acciones de las empresas que cotizan en bolsa en el mundo. Esto significa que tenemos participaciones en unas 9 000 empresas en todo el mundo, lo que nos da derecho a una pequeña parte de sus beneficios cada año. Además, el fondo posee cientos de edificios en algunas de las principales ciudades del mundo, que nos generan ingresos por alquiler. El fondo también recibe un flujo constante de ingresos por préstamos a países y empresas”, se describe en el sitio oficial. “Los ingresos del petróleo han sido muy importantes para Noruega, pero un día se acabará el petróleo. El objetivo del fondo es garantizar que este dinero se use de manera responsable, pensar a largo plazo y así salvaguardar el futuro de la economía noruega”.

 

Para subrayar la cautela con que se ha administrado el tesoro petrolero, Ingve Slyngstad, director general del fondo entre 2008 y 2020, le dijo a Booth: “Este es un país donde, en el pasado, no tenías comida suficiente para aguantar el invierno a menos que la hubieses almacenado previamente”.

 

Pero que Noruega se inmunizara contra la enfermedad holandesa no significa que el petróleo haya resultado inocuo. Su Estado de bienestar y su altísimo nivel de vida, su impresionante infraestructura regional y sus servicios… son, en buena medida, producto del maná petrolero, anota Booth. Esa es la cara brillante de una sociedad que trabaja menos en comparación con los años anteriores al aluvión de oro negro y que ahora disfruta de más vacaciones y de bajas por enfermedad, así como de una edad de jubilación menor a la media europea. Mientras, la economía no petrolera del país ha perdido competitividad y el gasto en I+D (investigación y desarrollo), clave para crear nuevo conocimiento y mejorar productos, servicios y procesos, es bajo. “Quizá, el aspecto más alarmante de la estructura social de Noruega es el hecho de que en torno a un tercio de todos los noruegos en edad de trabajar no hace absolutamente nada. Más de un millón de ellos viven del dinero del Estado, la mayoría es pensionista, pero también tienen un número considerable (340 000) de discapacitados, desempleados o con prestaciones por enfermedad (proporcionalmente la mayor cifra de Europa)”, afirma. El periodista también menciona que los niños noruegos se encuentran a la zaga de sus pares europeos en alfabetización, matemáticas y ciencias. Según la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), citada por Booth, el mayor desafío a enfrentar por Noruega es mantener el incentivo para estudiar, trabajar e innovar. 

 

Ha transcurrido una década desde la publicación de Gente casi perfecta y, por la novela de Lykke —“Ay, cómo odio a los pequeños consumidores mimados y con el estómago lleno que alargan sus rechonchas manos para obtener más beneficios del Estado del bienestar”—, tal parece que los noruegos no han superado ese reto. De continuar así, no extrañaría que la revista The Economist también acuñe el término “enfermedad noruega” —como hizo en 1977 con los Países Bajos— para tipificar otro riesgo al que se expone un país favorecido por una súbita abundancia de divisas.

 

—Por sus antepasados acostumbrados a aprovisionarse, los noruegos ahorraron mucho y no inyectaron a su economía una sobredosis de divisas, evitando que se apreciara en demasía su moneda y, en consecuencia, se encarecieran sus exportaciones y se abarataran sus importaciones, lo que a su vez habría restado competitividad, frenado las inversiones de capital y aumentado el desempleo en los sectores no petroleros, pero no lograron evitar que la abundancia transformara su ethos y los convirtiera en un pueblo indolente… e infeliz —imagino que dirá un adusto profesor en una cátedra de Economía al tratar el tema más general de la “maldición de los recursos”, haciendo esa pausa teatral y esperando todavía algunos segundos antes de explicar el último adjetivo—: Sí, un pueblo infeliz, porque tenemos que recordar lo que advirtió Bertrand Russell en 1930, en su libro La conquista de la felicidad: “El animal humano, igual que los demás, está adaptado a cierto grado de lucha por la vida, y cuando su gran riqueza permite a un Homo sapiens satisfacer sin esfuerzo todos sus caprichos, la mera ausencia del esfuerzo le quita a su vida un ingrediente imprescindible de la felicidad (…) Si tiene inclinaciones filosóficas, (el hombre) llega a la conclusión de que la vida humana es intrínsecamente miserable, ya que el que tiene todo lo que desea sigue siendo infeliz. Se olvida de que una parte indispensable de la felicidad es carecer de algunas de las cosas que se desean”.

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